sábado, 11 de julio de 2009

LA MUERTE NO ES UN ADIÓS por Tomás Eloy Martínez



Manuel Puig LA MUERTE NO ES UN ADIÓS

Este cálido y al mismo tiempo descarnado testimonio sobre el autor de La traición de Rita Hayworth, sobre sus amores, la pasión que alimentaba por las estrellas de cine y el mundo de ensueño de Hollywood, echa una cruda luz sobre algunos de los aspectos que inspiraron sus libros.


"Creen que soy un best-seller pasajero, no un escritor. Lo mismo pasó con Roberto Arlt hace treinta años" Un atardecer de junio, en 1991, volví a ver a la madre de Manuel Puig en el mismo living modesto de la calle Charcas donde la había conocido veinte años antes.Había un invencible anhelo de orden en los objetos que la rodeaban. Cierta ley de la gravedad dictada por el tiempo, o por la voluntad del hijo muerto, dejaba caer los objetos en un lugar preciso, y ese lugar era para siempre.
"Vení a saludar a Coco", me dijo, resucitando el apodo familiar que Manuel detestaba. "Tenés que verlo. Está precioso".
María Elena delle Donne -ése era su nombre, aunque le gustaba que los amigos de Manuel la llamáramos Male- me llevó a la salita que su hijo había usado como estudio en los años de Boquitas pintadas y The Buenos Aires Affair. En el rincón menos hospitalario languidecía, inútil, la Olivetti Lettera en la que Puig había escrito sus tres primeras novelas. En los estantes metálicos de la biblioteca vi algunas traducciones de Pubis angelical, una biografía de Greta Garbo y los libretos radioteatrales, encuadernados, de Yaya Suárez Corvo, que conocieron una efímera fama en los años 40 y por los que Manuel había profesado siempre una veneración secreta. Las paredes estaban adornadas con abanicos japoneses y una espada de samurai. El editor de Tokio se los había regalado a Male en marzo de 1990, y ahora ella no quería desprenderse de los recuerdos. "No podés imaginar lo feliz que Coco estuvo en Japón", me dijo. "A todas las personas les gusta que las quieran, pero él era más sensible que nadie a esas cosas."
A la izquierda de la biblioteca, entre dos budas de porcelana dudosa, vi el cáliz de metal bruñido en el que Male había llevado desde México las cenizas de Manuel. Contra lo que yo esperaba, no había ninguna inscripción que indicara el principio y el fin de la historia. Nada que dijera, en el estilo paródico del difunto: Hijo, descansa en paz o Manuel Puig (General Villegas, 1932 - Cuernavaca, 1990). Sobre el cáliz desentonaba un crucifijo de bazar.
"Decíle a Coco lo que estás pensado", me alentó Male. "No tengas vergüenza. Decíle que lo encontrás más lindo que nunca".
Yo no sentía vergüenza ni sorpresa ni tan siquiera pena. Manuel Puig había muerto de una dolencia incomprensible un año antes, en México y, después del desconcierto de la noticia, ya la tristeza se había disipado. En verdad, yo no sabía qué hacer ante aquellas cenizas. Puig no estaba en ellas y tampoco quedaba nada de él en ese cuarto: nada, ni lo que había deseado o imaginado, y menos aún lo que había sido.
La primera vez que oí hablar de Manuel Puig fue en el otoño argentino de 1967, cuando el editor catalán Carlos Barral me llamó por teléfono al semanario Primera Plana -del que yo era entonces jefe de redacción- para contarme que un "prodigioso escritor argentino" había perdido por un margen de dos votos el premio de novela Biblioteca Breve. "Tu corresponsal en Nueva York debe entrevistarlo", me dijo. "Lo encontrarán en las oficinas de Air France del aeropuerto Kennedy. Se llama Juan Puig y está allí, en la recepción, a la espera de que aparezca una estrella de cine".
Primera Plana no tenía corresponsales en Nueva York, pero uno de los redactores del semanario debía de todos modos pasar por las oficinas de Air France en Kennedy durante una escala a Europa. Una semana después envió lo que el semanario titularía "Retrato del novelista desconocido".
Puig era -escribió- un joven de estatura mediana, que se desplazaba por los pasillos del aeropuerto en cámara lenta. Había nacido a mediados de 1932 en General Villegas, una ciudad desértica de la provincia de Buenos Aires, y se había mudado a Buenos Aires en 1949 para estudiar arquitectura.
La arquitectura, sin embargo, era sólo un desvío para llegar a su pasión verdadera, el cine.
A fines de 1960 trabajó en algunas coproducciones más bien atroces. La mejor, que se llamó Una americana en Buenos Aires, avergonzó tanto a su desvergonzada protagonista -Mamie Van Doren- que ella jamás quiso incluirla en su filmografía. Puig, en cambio, logró sacar ventaja de esas desdichas. Durante todas las noches de 1961 y 1962 escribió, casi en secreto, un guión sobre la inagotable voracidad de una familia por el cine. General Villegas se le fue transfigurando en una ciudad imaginaria, Coronel Vallejos, y él mismo, Juan Manuel, asumió la identidad de Toto, un niño que nunca crece y por el cual pasan, desbordadas, las habladurías del pueblo. Casi por inercia, el guión fue derivando en una novela, La traición de Rita Hayworth. A fines de marzo de 1965, cuando sintió que ya estaba terminada, se la dio a Juan Goytisolo. Fue él quien alentó la idea de enviar el manuscirto al concurso de Sex Barral.
Seis meses después de aquella entrevista, Puig pudo instalarse por fin en Buenos Aires. Llegó desprendiéndose de su primer nombre, Juan. Todos los sábados, en mi casa de la calle Rodríguez Peña, nos reuníamos para leer los borradores del folletín que estaba escribiendo (y que debía llamarse Eras para mí la vida entera, según he descubierto en una de sus dedicatorias). Después, salíamos a caminar por Santa Fe o por Corrientes, sintiéndonos extraños en una ciudad a la que ninguno de los dos pertenecía. Aunque Manuel era receloso, reservado y más bien distante, apenas advirtió que yo no iba a condenar su homosexualidad sino más bien a protegerlo de otras condenas, me confió su desesperado amor por un obrero que colocaba tuberías de gas.
"Soy una mujer que sufre mucho", me dijo. "Si pudiera, cambiaría todo lo que voy a escribir en la vida por la felicidad de esperar a mi hombre en el zaguán de la casa, con los rulos hechos, bien maquillada y con la comida lista. Mi sueño es un amor puro, pero ya ves, estoy condenada a los amores impuros."
Aunque era evidente que sufría, habló sin el menor asomo de autocompasión, como si el dolor fuera de otro. "Yo tendría que haber nacido mujer, ¿no te parece?", dijo, suspirando. Dejaba caer los suspiros como si los hubiera ensayado delante de un espejo. Eran su afectación pero también un último recurso de su pudor. Reflejaban en su vida lo mismo que las líneas suspensivas expresan en los diálogos de sus novelas: melancolías, signos de interrogación, tiempos perdidos. "Tal vez", repitió, "yo debería nacer de nuevo, en otra parte.."
Un mediodía de noviembre, mientras caminábamos por la avenida Santa Fe hacia la esquina de Salguero, vi que su cuerpo se crispaba sin razón aparente. Manuel era todavía joven, y su belleza provinciana, algo tosca, llamaba la atención. Cultivaba con esmero un parecido remoto con Tyrone Power, copiando los mohines de torero que le había visto al actor en Sangre y arena. Se dejaba caer un mechón de pelo oscuro sobre la frente y caminaba con pasos largos y atléticos.
Cerca de la esquina de Salguero se alzaban dos carpas de lona oscura. Sobre unos flejes, en la vereda, vi achuras y costillares asándose. Manuel me tomó una mano, como si yo pudiera ampararlo. "Ahí está él. Ahí está su cuadrilla", señaló con voz sigilosa. "Es la hora de comer pero él no sale. Se queda siempre en la fosa, trabajando". Temblaba como un adolescente. "Acá nos separamos", me dijo. "A él no le gusta que lo molesten pero yo no me aguanto. Voy a bajar a buscarlo".
Lo vi apartar las lonas de la carpa y desaparecer. No dio señales de vida hasta tres días más tarde. Estaba de un humor sombrío y, cuando cometí la torpeza de preguntarle por su aventura con el obrero de gas, me contestó con sequedad:"Historia pasada".
Escribía con una disciplina de hierro, a veces un par de horas por la mañana y cuatro a cinco por la tarde. Cuando estaba trabajando en los últimos capítulos de su folletín, se quedaba hasta las ocho o nueve de la noche y luego se iba a nadar. Un profesor de natación lo consoló de su fracaso con el último amante, pero cada vez que pasábamos ante una de esas carpas oscuras donde se guarecían las cuadrillas de la electricidad, del gas o de los teléfonos, no podía reprimir la tristeza.
Fue en esas vísperas del fin de su novela -a la que por fin decidió llamar Boquitas pintadas- cuando me presentó a Male, su madre, y empezó a contarme algunas historias de su infancia. El padre, Baldomero Puig, era un fraccionador de vinos; Male trabajaba en una farmacia. La pasión de ella era ir todos los miércoles al cine, a la doble función vermut donde pasaban las películas románticas de Bette Davis, Norma Shearer, Greer Garson, Ann Sothern e Irene Dunne.
Manuel la acompañaba siempre, pero cada vez que los compañeros lo golpeaban en la escuela o se burlaban de él, el padre -para endurecerlo- le prohibía esos placeres por una semana o un mes.
En 1973, cuando publicó The Buenos Aires Affair y le llovían las ofertas para traducirlo, empezó a sentir que la Argentina no le hacía justicia. Había llegado más lejos que cualquier otro escritor de su generación, pero se lo trataba como a uno cualquiera. No quería aceptar que el país siempre había sido así, y que seguiría siéndolo. Cuando recuerdo los encuentros de aquellos años me parece volver a oír su inagotable amargura. Suponía que los críticos argentinos -tanto en los medios de prensa como en la universidad- consideraban su obra como un artificio menor, destinado a no perdurar sino a ser consumido y olvidado por el mercado. "Creen que soy un best-seller pasajero, no un escritor", me dijo. "Lo mismo pasó con Roberto Arlt hace treinta años, y los que le cavaron la tumba son los mismos que ahora lo ensalzan."
Volví a verlo fugazmente en los pasillos del diario La Opinión -cuando la reseña sobre The Buenos Aires Affair tardaba demasiado en salir, lo que a él le parecía otro signo de la mala voluntad hacia su obra- y años después con más frecuencia, en Venezuela y en Nueva York. Fuera de Buenos Aires volvió a ser el de antes. Una noche, en un hotel de Cumaná -lo habían invitado a dictar un taller literario de dos meses en la Universidad de Oriente-, le referí con exagerada simplicidad las ideas sobre la creación del mundo que el cabalista Yitshac Luria había imaginado en Safed -una aldea mística de Galilea- entre 1566 y 1572, cuando tenía poco más de treinta años. Luria se había preguntado cómo era posible que Dios pudiera existir en todas partes. Si Dios era Todo en todo, ¿cómo se explicaba la presencia de seres y objetos que no eran Dios? La respuesta de Luria era que Dios, hospitalario, se había contraído a sí mismo para abrirle un sitio al mundo. Luria pensaba -le dije- que el En-sof, el Ser Infinito, se había replegado hacia lo más recóndito de sí para que la creación fuera posible. Se había retraído en un movimiento semejante al del aspirar el aire y al final de los tiempos volvería a exhalarlo, recuperaría su ser original.
Nunca sentí a Manuel tan hipnotizado por una idea como esa noche. Me pidió que le diera más detalles. Yo los había olvidado. Lo único que mi memoria lograba recuperar era la palabra hebrea tsimtsum, que en el lenguaje de la Cábala significa "retirada", o más bien, "retraimiento". Contra la más remota ortodoxia, le dije, el tsimtsum de Luria no era el punto infinitamente sagrado donde Dios se había concentrado sino el lugar del que se había ido. El tsimtsum éramos nosotros.
"¿Cómo se puede ver la creación de esa manera?", me dijo. "Es maravilloso. Ahora entiendo el sentido de las cosas.El fin del mundo va a ser, entonces, la fusión de todos en el Todo. Todos seremos Dios".
Fue la única vez que le oí una inquietud metafísica. Creía que había otras inteligencias en las galaxias remotas, y a veces creía (o quería creer) en la reencarnación, pero las teologías y el más allá lo dejaban indiferente. Resplandecía, en cambio, cuando contaba sus victorias de amor. Conocí a dos o tres de sus pasiones en el Village de Nueva York -donde volvió a vivir en 1976- y a un ex albañil que lo acompañaba en el hotel Hilton de Caracas. Todos eran, como él decía con falsa modestia de conquistador, "casados y muy varoniles".
Aunque yo siempre lo llamé Manuel, él se llamaba a sí mismo Rita o Julie -por Julie Christie-, y hablaba de los demás en femenino, dándoles nombres de actrices: Carlos Fuentes era Ava Gardner, Mario Vargas Llosa era Elizabeth Taylor, a mí me tocaba ser Faye Dunaway o Jane Russell, actrices que no le gustaban.
A sus amores ocasionales los llamaba sin embargo como a los maridos de Rita Hayworth: Orson (por Welles), Alí (por Alí Khan), Dick (por el cantante Dick Haymes) o Jim (por el productor James Hill, que fue el último). Una noche de diciembre, en el vestíbulo del Caracas Hilton, vimos a una mujer muy hermosa que pocos años antes había sido Miss Universo. La belleza trabajada y un tanto boba de la mujer me dejaba frío, pero Manuel quedó seducido. "¡No sabés cuánto daría por ser ella!", me dijo. Sentí una invencible curiosidad y me atreví a preguntarle: "¿Alguna vez hiciste el amor con una mujer, Manuel?¿Alguna vez lo harías?" Me miró y, con toda seriedad, me dijo: "Cuando era chico soñaba con eso. Ahora pienso que, si lo hiciera, sería sólo una vez, por curiosidad, para saber cómo es. Dos veces me parecerían una perversión".
Sus frases me volvieron a la memoria el aciago 23 de julio de 1990, cuando leí en The New York Times la necrología de Puig, que había muerto la madrugada anterior en Cuernavaca. Definía su obra como una muestra de "realismo experimental, oscuro y elusivo como el de William Faulkner". Creo que esa definición le hubiera gustado.
El segundo párrafo de la necrología me llamó la atención. Afirmaba que "su hijo (sic), Javier Labrada, dijo que el escritor había muerto de un ataque al corazón después de una operación de vesícula". Las últimas líneas le adjudicaban a Puig un segundo hijo, Agustín García Gil, que -como Labrada- vivía en Cuernavaca. Esas referencias me sorprendieron. ¿Era posible que Manuel hubiera tomado a dos niños en adopción? Llamé por teléfono al autor del artículo, John McQuiston, y le pregunté si sabía algo más sobre el tema. "Nada", me dijo. "La noticia vino en un cable de agencia. Cuando traté de confirmar la información en la empresa fúnebre, me hablaron de dos hijas, Rebecca y Yasmin, pero me pareció que era una broma, una traición final de Rita Hayworth."
Rebecca y Yasmin se llaman las hijas que Rita tuvo con Orson Welles y Ali Khan.
Años después fui a México para reconstruir los últimos días de Manuel. Supe que Labrada dirigía la filmoteca del Canal 13 y que García Gil era una figura notoria del teatro mexicano. Ambos se referían a Puig como "mi mami" y él, a su vez, hablaba de los jóvenes que revoloteaban por su casa como de "mis hijas". También oí el rumor de que el SIDA había causado su muerte, pero los amigos más serios negaban que fuera cierto. Conocí mi versión de la historia a través de Male, de Tununa Mercado y de los raros escritoresmexicanos a los que Manuel había frecuentado.
Me dijeron que la muerte rondó a Manuel durante varios meses sin poder alcanzarlo. El miércoles 18 de julio de 1990, cuando por fin se le clavó en el vientre, estaba sentado en su estudio de Cuernavaca, escribiendo la segunda escena de Madrid 37, el guión que la directora española Marina Cañonero le había pedido "para ayer si puedes, Manolito, que tengo la producción armada y sólo faltas tú para que comencemos". Eran las diez de la mañana.
Había pasado una noche horrible y no le ocurría nada. Era extraño sentir cómo de pronto la imaginación le rodaba por los suelos sin que pudiera retenerla. Todo lo abandonaba: el entusiasmo de la juventud, las voces que siempre acudían a él en el silencio de las mañanas y que se desplegaban solas por el papel. "Estoy empezando a dudar de mí, mamá", le dijo a Male. "Ya no recuerdo cuál fue la última vez que sentí fuerzas para crear y amar, ni siquiera recuerdo la mala sangre de los últimos meses en Buenos Aires".
Eso era lo terrible de aquella enfermedad desconocida: que le quitaba todo, hasta el pasado.
A las diez y dos minutos dela mañana escribió: El general más bien bajo con el birrete puesto de costado (se le nota que es calvo) estudia la situación ante la mesa de arena. Banderitas azules para sus tropas y rojas para los enemigos... Cuando llegó a esos puntos suspensivos le regresó el dolor, con más intensidad que durante la noche. Palideció y dejó caer la cabeza sobre la máquina. Al rato, Male volvió de la pileta -o la alberca, como la llamaban en México- y lo encontró así, apretándose el vientre con las manos, hundidas las ojeras, apagado como una raya en el horizonte. "¿Te ha pasado algo, Coco? ¿Querés un té? Descansá un poco, hijo. Andá al espejo y mirá lo demacrado que te has puesto. El me miró con unos ojos tan desamparados que sentí frío en el alma, ¿sabés?, me di cuenta en el fondo del corazón de que algo malo estaba pasando. Con un hilo de voz me pidió que lo llevase al médico. A ver, le dije, ¿qué te duele? Aquí al costado, me contestó: es como si me cayeran gotas de plomo derretido."
Esa tarde, a las tres, lo llevaron al quirófano. Salió a las siete y media: se le habían afilado los rasgos,la piel estaba tensa en los pómulos y la frente, como si las ráfagas de la muerte lo hubiesen marcado ya y no le permitieran despertarse.
Tardó más de dos días en salir del coma, pero el Manuel que balbuceó unas pocas palabras al oído de Male no se parecía al de antes. Eran sílabas más bien, torpezas sin sentido. Nadie supo jamás qué había ocurrido. Los médicos de Cuernavaca no dieron explicaciones. Insinuaron que algo pasaba con el corazón; que al extirparle la vesícula hubo un momento en que Manuel se les iba.
Manuel murió el domingo 22 al amanecer. Se fue apagando en silencio, sin molestar a nadie. No lo vieron marcharse las enfermeras ni el médico. El timbre junto a la cama estuvo mudo toda la noche y hasta la fiebre de los días últimos se le había evaporado. Acababa de cumplir 58 años.

Por Tomás Eloy Martínez Para La Nación - Buenos Aires, 1997



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