martes, 16 de febrero de 2010

Disparen sobre el novelista


MANUEL PUIG
Disparen sobre el novelista

A diez años de su muerte, cuando su obra es revalorizada a nivel mundial y devorada por nuevas generaciones de lectores, hay quienes consideran a Puig un autor superficial y sin estilo. Una biografía consagratoria y este feroz artículo reavivan el debate.

MARIO VARGAS LLOSA


De todos los escritores que conocí, el que parecía menos interesado en la literatura fue Manuel Puig (1932-90). Nunca hablaba de autores o libros y, cuando la literatura se infiltraba en la conversación, se mostraba aburrido y cambiaba de tema. En Manuel Puig y la mujer araña, su biografía muy bien investigada y cuidadosamente documentada, Suzanne Jill Levine afirma que, en ciertos momentos de su vida, Puig leía mucho, pero su propio libro parece contradecirlo cuando recrea el contexto de su sujeto: las referencias más frecuentes son a películas, actrices, actuaciones y, muchas veces, a la música popular. Muy de vez en cuando aparecen algunos autores (por lo general la persona, no la obra). Un joven escritor argentino que lo visitó en Río de Janeiro se sorprendió al descubrir que en el departamento de Puig, donde tenía una videoteca de unas 3.000 películas, sólo había un puñado de libros; aparte de sus propios libros en español y sus versiones traducidas, el resto consistía, casi exclusivamente, en biografías de actrices y productores cinematográficos.

No era un escritor inculto. Era un hombre de cine, o tal vez de imágenes visuales y fantasía, que se descubrió naufragando en la literatura casi por omisión. Levine relata cómo Puig llegó a su vocación literaria en forma gradual y casi por accidente; después de sus frustraciones como estudiante de cine en Italia y sus intentos fallidos porque se produjeran sus guiones y por encontrar trabajo como director, pasó casi imperceptiblemente de escribir para la pantalla esquiva a escribir para sí mismo, componiendo un texto autobiográfico basado en sus recuerdos infantiles de las películas que había visto en las salas de General Villegas, una ciudad pequeña de la pampa argentina. Con los años, el texto evolucionó hasta convertirse en su primera novela, La traición de Rita Hayworth (1968). Con este libro comenzó una carrera literaria sui generis que, décadas después, lo catapultaría a la fama mundial, gracias al extraordinario éxito de la versión teatral y cinematográfica de su novela más popular, El beso de la mujer araña (1976).

La obra de Puig, que consiste en ocho novelas, es una de las más originales de los últimos años del siglo XX. Su originalidad no reside en los temas, el estilo o, incluso, la estructura de su narrativa, aunque estos muchas veces ponen de manifiesto una habilidad soberbia y una inteligencia sutil, sino en los materiales que utilizó para crearlos, los tipos y estereotipos de la cultura popular: romances baratos, radioteatros y teleteatros, el melodrama feroz de los boleros, los tangos y las rancheras, las columnas de chismes, los escándalos publicados por la prensa sensacionalista y, sobre todo, la seudo-realidad creada por las situaciones, los personajes y los sueños de las películas. Todo esto fue retratado anteriormente en la literatura, de mil maneras diferentes, pero siempre como un elemento más en una compleja realidad humana. La innovación en la obra de Puig es que la versión artificial y caricaturizada de la vida elimina y reemplaza la otra dimensión y se convierte en la única verdad. Es esto lo que le transmite a sus novelas su ambientación particular; aunque la visión de Puig se basa en una de las experiencias humanas más comunes —el vuelo del mundo real a un mundo de sueños utilizando todas las formas de la imaginación—, parece distante, adornada, irreal. Sin embargo, sus argumentos intrincados y sus juegos confusos respiran un aire de humanidad que padece.

La explicación es simple: como deja en claro la biografía de Levine, Puig aprendió de chico que los seres humanos habían diseñado un método para escapar, por un tiempo, de la crueldad y la miseria de este mundo y él sistemáticamente se apropió de la ficción hasta transformarla en su modo de vida. No la ficción de los libros, sino las películas que iba a ver todos los días con su madre, Malé, la figura más importante en su vida, a los cines de General Villegas. Las películas abrían las puertas de la irrealidad frente a sus ojos; poco a poco, convirtió ese refugio en su residencia privada, casi permanente, un lugar donde podía sentirse protegido y ser él mismo, a salvo de cualquier peligro que él eligiera no enfrentar, rodeado sólo por estas estrellas de cine sublimes, incitantes, excitantes. Su presencia lo enriquecía y compensaba una realidad sórdida.

Para todo chico sensible, la vida real tiende a ser una experiencia dura, especialmente en una pequeña ciudad latinoamericana saturada de machismo y prejuicios salvajes, y mucho más para un chico que, al madurar, descubre su homosexualidad. Era un contexto inhóspito para este muchacho, atacado en la escuela y al que le gustaba vestirse de mujer. Y así, con la ayuda inconsciente de su madre, una fanática devota del cine, desarrolló la capacidad de vivir lo menos posible en la realidad y dedicar la mayor parte de su tiempo, energía e imaginación al mundo del cine.

Hasta qué grado Puig se sentía cómodo en el universo de ficción de las imágenes de celuloide queda demostrado en esta maravillosa anécdota: es medianoche en Nueva York en 1978. El cameraman español Néstor Almendros, un amigo íntimo, acaba de llegar de París y Puig lo obliga a ir a su departamento para hablar de películas, aunque Almendros ya está cómodamente instalado para pasar la noche en la habitación de su hotel. Almendros acepta y la conversación se prolonga durante horas. A eso de las 2 de la mañana, un Puig apasionado pronuncia elogios de Lana Turner, a quien llama una "mujer sensible" que intentaba hacer su trabajo. Almendros responde que, para él, es "una mala actriz, una prostituta" y dice que la desprecia. Puig abre la puerta y lo echa a empujones: "Una persona que odia a Lana no puede permanecer bajo mi techo. Eres como todas las otras mujeres francesas, desagradable y amarga". Con sus maletas bajo el brazo, Almendros tiene que irse y encontrar un taxi en las frías calles del Greenwich Village.

La biografía de Levine está llena de anécdotas, algunas divertidas, como la que acabo de contar, otras emotivas, hasta trágicas. Todas ellas le dan forma a un perfil vivo y convincente del autor de The Buenos Aires affaire (en mi opinión, su mejor novela). Una buena parte de su investigación se basa en la correspondencia de Puig con su familia —su madre en particular, con quien mantuvo un diálogo continuo y exhaustivo sobre las películas que veía y las vidas y milagros de las actrices de Hollywood, que seguía con una devoción religiosa— y con muchos amigos. En consecuencia, su libro documenta, con una enorme cantidad de detalles, la génesis de cada una de las obras de Puig así como su vida privada, sus residencias en la Argentina, Italia, Estados Unidos, México y Brasil, y sus viajes constantes por todo el mundo. Infinidad de escritores, actores, directores, músicos, editores y aventureros de por lo menos media docena de países aparecen en sus páginas, dándole al libro el aire de un fresco, enorme y entretenido, de las idas y venidas, las intrigas, los fracasos y los logros de la fauna literaria y artística a ambos lados del Atlántico en los años 70 y 80. La intensa vida homosexual de la época también aparece retratada, plena de anécdotas, ya que Puig se entregó a esa vida casi con la misma pasión que le dedicó a las películas. Tuvo infinidad de relaciones, desde encuentros casuales —la mirada perspicaz de Levine descubrió que entre las "muchas conquistas" de Puig estaban Stanley Baker y Yul Brynner— hasta relaciones de varios meses. Pero nunca pudo formar una relación estable, aunque siempre la anheló. (En sus últimos años se quejaba amargamente de haber pasado su vida "en una búsqueda infructuosa de un buen marido"). Estas circunstancias contribuyeron a la sensación de soledad que parece haberlo rodeado en su juventud, intensificada con el tiempo y devenida en neurosis al final de su vida.

Este libro fascinante es indispensable para cualquiera que esté interesado en la obra de Puig (que Levine, la traductora de varias de sus novelas al inglés, conoce a la perfección) y en la estrecha conexión que existe entre el cine y la literatura, una característica definitoria de la vida cultural a fines del siglo XX.

Sin embargo, una vez reconocidas estas virtudes, me pregunto si la escritura de Puig tiene la trascendencia revolucionaria que le atribuyen Levine y otros críticos. Me temo que no. Creo que es más ingeniosa y brillante que profunda, más artificial que innovadora, y demasiado dependiente de las modas y los mitos de su época como para alcanzar, alguna vez, la permanencia de las grandes obras literarias, como las de un Borges o un Faulkner. Los grandes libros, a diferencia de las grandes películas, no están hechos de imágenes sino de palabras —es decir, ideas que surgen de una serie de imágenes y, finalmente, constituyen una visión del mundo, de la condición humana, del flujo de la historia—. Esta visión florece en el espíritu del lector, gracias a la riqueza y efectividad de un lenguaje y un estilo, y produce la fascinación de una obra literaria. En la escritura de Puig hay imágenes cuidadosas, hábilmente construidas, pero no ideas, ni una visión central que organice y le dé significado al mundo ficcional, ni un estilo personal. Hay fantasmas y manifestaciones de ingenio, algunos títeres de las sombras a los que la destreza formal del escritor ocasionalmente otorga una semblanza de realidad, pero, unas páginas después, desaparecen como espejismos. La vida, en realidad, nunca se abre paso: está recortada por la superficialidad, una actitud que funde sustancia con apariencia y, en una inversión de valores, le da prioridad al parecer y no al ser.

Por estas características, la obra de Manuel Puig tal vez sea la más representativa de lo que se llamó "literatura liviana", tan emblemática de nuestro tiempo: una literatura placentera que no exige ni tiene otro fin que el de entretener. Esta literatura rechaza como arrogante y estúpido el esfuerzo de los autores que creían que escribir podía cambiar el mundo, revolucionar la vida, transformar los valores, enseñar a sentir y a vivir. Nada de eso. La literatura debe aceptar que los libros que no son importantes ahora forman parte de la vida de la gente. Aceptar que el entretenimiento —que le ayuda a una persona a pasar el tiempo de una manera placentera, absorbente, comprometida, como lo hacen los programas de telvisión más populares— cumple una función honrosa y respetable, que es la tarea de la literatura en un tiempo de ritmos veloces y preocupaciones como el nuestro. Con tanto trabajo, tantas preocupaciones agobiantes, tantos placeres y diversiones, nuestros ciudadanos casi no tienen tiempo de ponerse serios y reflexionar, o de leer novelas que puedan darles un dolor de cabeza.


Copyright The New York Times y Clarín, 2001. Traducción de Claudia Martínez.



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