miércoles, 11 de enero de 2012

Texto, intertextualidad y personaje: El beso de la mujer araña de Manuel Puig [Mihaela Comsa]

 
Hay dos formas de pasear por un bosque: La primera nos lleva a ensayar uno o muchos caminos (…); la segunda, a movernos para entender como está hecho el bosque, y por qué ciertas sendas son accesibles y otras no. Igualmente, hay dos modos para recorrer un texto narrativo.
UMBERTO ECO, Seis paseos por un bosque narrativo.




Eco nos invita a considerar el ineludible papel del lector en la realización de la travesía textual. Este “lector modelo” (el término le pertenece a Eco) debe elegir entre enterarse simplemente de una historia o dejar que el discurso lo atrape, lo cuestione, lo transforme y lo conecte así con el autor modelo, su interlocutor, ambos considerados por el mismo Eco estrategias textuales.
Esta máquina que organiza un sinfín de redes significativas es el texto, “tejido lingüístico de un discurso” (Segre, 1985: 368), el espacio de la manifestación de una continua producción de sentido; también espacio en el cual el sujeto y el sentido se van produciendo, ya que “el ‘productor’ de la lengua se ve obligado a un nacimiento permanente” (Kristeva, 1981: 8).
Es esta una de las propuestas gracias a las cuales los integrantes del Grupo Tel Quel identificaban, en los años setenta, la noción de texto; texto, concebido como práctica significante, como productividad, realizada en y por el lenguaje. Hay que entender la productividad como dimensión fundamental del texto; ella evidencia la lengua en su proceso de estructuración (es allí donde se articulan el sentido y el sujeto) y rechaza la aceptación de ésta como efecto, como estructura de un objeto finito.
Esta productividad, concebida como puesta en práctica de la generación de sentido, como funcionamiento diferencial, instala el texto en el espacio de una lógica que supera, por el englobamiento, la lógica lineal del signo, inscribiéndose en una lógica dialéctica: la lógica textual, de un significante móvil y siempre abierto.
Visto así, el texto se propone “como un aparato translingüístico que redistribuye el orden de la lengua, poniendo en relación una palabra comunicativa apuntando a una comunicación directa, con distintos tipos de enunciados anteriores o sincrónicos” (Kristeva, 1968: 299).
El sentido, entonces, no es el origen del texto, ni su fin; su engendramiento se revela en el “proceso de la producción textual” (Jean Louis Houdebine), la cual se realiza como “una exploración del mecanismo de la lengua /de la significación” (Kristeva, 1972: 211).
El texto se experimenta en estas condiciones como un campo metodológico (establece o niega reglas), como una travesía del significante, como un trabajo. Son estas marcas de identidad las que Roland Barthes establece para dar cuenta de un permanente irse haciendo de este espacio dilatorio cuyo “campo es el significante; el significante no debe imaginarse como la primera parte del sentido, su vestíbulo material, sino, […], como su «después»; por lo mismo, la infinitud del significante […] remite […] a la idea de juego” (Barthes, 2002: 76). Y el juego atrapa al sujeto y lo implica en una actividad permanente de producción de sentido, en una travesía sin fin, en un juego de diferencias que lo identifican como texto plural, cuyo “lector […] podría compararse a un individuo desocupado (que hubiese distendido todo su imaginario): este individuo discretamente vacío se pasea […] por la ladera de un valle; lo que percibe es múltiple, irreductible, proveniente de sustancias y de planos heterogéneos, desligados” (Barthes, 2002: 77).
En este punto aparece como obvia la hipótesis según la cual la producción textual pone en escena una dupla: escritura-lectura. Escribir y leer se vuelven actividades simultáneas. El lector, dejaba ver Philippe Sollers, no debe fabricar un libro por su lectura, lo debe forjar como su propia escritura. Escritura-lectura, producción-consumo o “escritura redoblada” obligarán al escritor y al lector a actuar con una misma intensidad: “escribir es convertirse de inmediato en lector, leer es transformarse de inmediato en escritor”, aseguraba, también, Jean Ricardou.
En el espacio de esta dupla, el texto (literario) evidencia lo que ocurre en el interior de la serie literaria, su textura, así como lo que sucede en la articulación e interacción de ésta con las demás series: la cultural, la histórica, la social.
El texto surge así no separado del sistema infinito constituido por la historia de la humanidad, sino como escritura-lectura, como eco, como variación de esta historia. Representa, de manera inevitable y obvia, una pluralidad, una permutación de textos; así, se propone como intertextualidad: “todo texto se encuentra en el cruce de varios textos de los cuales es a la vez relectura, acentuación, desplazamiento y profundidad. En cierta medida un texto vale lo que vale su acción integradora […] de otros textos” (Sollers, 1968: 75).
“La escritura trasciende a la historia”. Esta idea programática del mismo Grupo Tel Quel define la capacidad del texto de hacerse sensible en sí y al mundo al mismo tiempo, de ser una lectura de su propia producción. El texto no se cierra ni en su propio trabajo, ni al contexto que lo hace posible. Trabajado por otros textos, los absorbe y los transforma.
La dimensión ideológica de la literatura no es extraña a su naturaleza intertextual: la intertextualidad se convierte, de acuerdo a la visión de Julia Kristeva, en “índice del modo en que un texto lee la historia y se interesa por ella” (Kristeva, 1968: 305).
Todo texto se sitúa en la conjunción con otros textos que re-escribe, re-lee y, así, transforma. Se puede afirmar, nuevamente con Kristeva, que “todos los textos pueden ser considerados parte de un solo texto que se escribe siempre”. Al hablar de la intertextualidad literaria es menester recordar el carácter dialógico del discurso, espacio del encuentro de voces propias y ajenas, colectivas e individuales; espacio en el que se explora ilimitadamente la naturaleza polifónica del lenguaje. En opinión de José Enrique Martínez Fernández, la novela es el tipo de discurso literario en el cual “el dialogismo se refracta básicamente […] la dialogicidad atañe a numerosos aspectos del lenguaje […] uno de ellos es el de las voces ajenas o voces enmascaradas, es decir, el de la reproducción del texto ajeno en la producción de otro nuevo texto-marco […] En estas voces enmascaradas está el origen, sin duda, del concepto de intertextualidad” (Martínez, 2002: 54).
Sin embargo, el alcance de este término es infinitamente más amplio, lo que condicionó, en las últimas décadas, el surgimiento de nuevas hipótesis. Así, Michael Riffaterre insiste en la necesidad de establecer la diferencia entre el intertexto y la intertextualidad al considerar al primero como “el conjunto de los textos que podemos asociar a aquel que tenemos ante el conjunto de los textos que hablamos […] en la lectura de un pasaje dado” (Riffaterre, 1997: 170), mientras que la intertextualidad supone una actitud, una disposición, “que orienta la lectura del texto […] Es el modo de percepción del texto que rige la producción de la significancia, mientras que la lectura lineal sólo rige la producción del sentido” (Riffaterre, 1997: 171).
Laurent Jenny distingue entre intertextualidad implícita y explícita (imitaciones, citas, plagios), y otorga a este fenómeno una función crucial en el “funcionamiento” de la literatura: “Fuera de la intertextualidad, la obra literaria sería llana y simplemente imperceptible” (Jenny, 1997: 104).
Agregaría la intervención de Gérard Genette que, al igual que Barthes y Kristeva, considera el texto como cruce de otros textos, surcado, penetrado por otros textos. Se trata, entonces, del texto que se va produciendo como “huella” (el término le pertenece a Jacques Derrida) y que pone en escena la infinitud del significante.
Es obvio que se puede hablar de intertextualidad sólo en condiciones de una coherencia interna, de una actividad poli-isotópica sostenida por el permanente desplazamiento de las piezas textuales (García Berrio, 1994), cuya articulación depende de aquel equilibrio de tensiones, condición inherente de la dinámica de la producción textual.
Así, el texto, juego de diferencias y cuna de la polisignificación, es huella de otros textos: “Cada palabra conserva la huella de las que le precedieron y se abre a las huellas de las palabras que siguen” (Martínez, 2002: 70).
Este tejido lingüístico de un discurso, el texto literario, es el lugar de emancipación de un sinnúmero de categorías, participantes, de distintas maneras y variable intensidad, en el juego textual y en el advenimiento de la intertextualidad concebida, ya lo hemos visto, como modo de ser del texto, pero también como “trabajo de transformación y asimilación realizado por un texto centrador que mantiene la leadership del sentido” (Jenny, 1997: 262).
Si bien el texto es el espacio de la realización de un hábeas ilimitado de redes significativas, también lo es de la puesta en escena de una realidad ficcionalizada, lo cual producirá normas y marcas de identidad propias, hallazgo de una literaturidad que marcará, a través de las diferencias, la inscripción del texto literario, la novela en el caso de nuestro acercamiento, en aquel texto que, al decir nuevamente de Kristeva, se escribe siempre.
Una de las categorías vitales del texto-novela es, sin duda, el personaje, el cual, al ser él mismo una unidad de sentido, se propone como texto, como actualización de rasgos diferenciales, portador inevitable de la intertextualidad.
A pesar de ser “como criatura de ficción […], lo que el texto le permite” (Bobes, 1990: 53), el personaje realiza una función catalizadora tanto en el interior del texto (en cuanto a su interacción con las demás categorías narrativas), como, en muchos casos, a un nivel extratextual, ya que “reproduce de forma homológica […] espacios sociales, profesionales y familiares de la sociedad en la que se sitúa el relato” (Bobes, 1990: 66), poblando el mundo novelesco, al cual podríamos imaginar como una maqueta en la estructuración de la cual cada detalle participa de manera significativa en la realización del movimiento, de la dinámica de este hábeas englobante, el texto de la novela.
El personaje destaca como “construcción que se efectúa progresivamente en el tiempo de una lectura, en el tiempo de una aventura ficticia” (Hamon, 2001: 131).
Como estructura globalizante el personaje se define:
como un conjunto de relaciones de semejanza, de oposición, de jerarquía y de orden que establece, en el plano del significante y del significado, sucesiva y/o simultáneamente, con los demás personajes y elementos de la obra en un contexto próximo (los demás personajes de la misma novela) o en un contexto lejano (in absentia: […] personajes del mismo tipo).
En tanto que morfema discontinuo el personaje es una unidad de significación. (Hamon, 2001: 131)
Es por ello que el personaje funciona como principio organizador, portador de los efectos de lo real, sujeto enunciado que establece con el autor y el lector un pacto comunicativo de veracidad al participar en una ilimitada actividad de transformaciones que le permitirán ser vehículo de la inscripción del texto en un permanente proceso de escritura-lectura, porque “toma a su cargo en el relato la heterogeneidad de todos sus niveles —y aporta lo que es indispensable para su desarrollo, es decir la coherencia de un hilo director” (Glaudes y Reuter, 1998: 73).
Y ahora, ¿por qué El beso de la mujer araña? Esta novela que Manuel Puig publica en 1976 y que ya ha sido objeto de infinidad de comentarios sigue, como todo organismo viviente, generando inquietud, desconcierto, gozo, admiración o reserva, en diversas categorías de lectores.
El texto de Puig es uno de estos textos atópicos: “el texto es atópico en su producción. No es un habla, una ficción, en él el sistema está desbordado, abandonado […] De esta atopía el texto toma y comunica a su lector un estado extraño: simultáneamente incompatible y calmo.” (Barthes, 1982: 49).
El beso de la mujer araña es un texto-anzuelo; opera sobre el lector lo que Molina (el preso homosexual) sobre Valentín (el militante político): dudas, certidumbres, metamorfosis, engaño, entrega incondicional, y se vuelve detonante de una infinidad de reacciones, performancias y sanciones, tanto en el interior como en el exterior de su producción. Pone en escena lo sensible y se vuelve testimonio de cómo la sensorialidad participa tanto en el funcionamiento de la enunciación como en el de la sintaxis figurativa.
Así, la significación adquiere una dimensión polisensorial, lo que permite que el discurso vaya tejiendo el texto en función de una lógica distinta que revela el impacto de la acción de un sujeto sobre el otro y
el punto de vista de ese otro, el punto de vista de quien padece el efecto de la acción, es una pasión. De alguna manera, pues, el efecto de la acción del otro es un afecto, o mejor dicho una pasión. La pasión es el punto de vista de quien es impresionado y transformado con respecto a una acción (Fabbri, 2000: 61).
La consecuencia de la puesta en discurso de este tipo de significación pasional se manifiesta a lo largo de todo el texto a tal grado que los dos personajes, Valentín y Molina, “van en camino de fundirse”. La militancia política de Valentín se verá unida a la expresividad de una política sexual cuyo representante y mentor (en su relación con el preso político) será Molina, en el interior del discurso, de la historia, a pesar de la existencia de otro texto —las notas a pie de página— producido intencionalmente por el autor explícito, lo que le permite a Puig no solamente involucrarse de lleno en la producción del texto, sino configurar este otro discurso cuyo valor didáctico e informativo abre redes intertextuales en el relato base. Molina y Puig se producen en espacios textuales distintos, desde los cuales cooperan simultáneamente en la performancia textual.
Las notas permiten al lector explícito involucrarse también en la significación textual, ya que el carácter científico de este discurso que remite a uno de los aspectos tematizados en el texto —la homosexualidad—, facilita no solamente la lectura, sino el conocimiento del personaje, criatura de ficción, pero antropomorfizada, conjunto de rasgos significativos que si bien no producen cambios sustanciales en la estructuración de Molina (el personaje queda estático, su mayor deseo es solamente “ser mujer”), provocan la transformación de Valentín, quien, a raíz de la experiencia íntima con Molina en la celda de la cárcel, aceptará que él también estaba discriminando, que los ideales por los cuales luchaba formaban también parte de un sistema social preestablecido y presignificado. Ese discurso se modifica a lo largo del texto, debido a la interacción del personaje con las demás categorías narrativas.
El beso de la mujer araña es un texto que se propone como texto-fragmento o, mejor dicho, texto tejido de fragmentos; de textos con valor de intertextos cuyo sentido primordial se transforma al adquirir uno nuevo, construido por el contexto de la novela, el cual se genera como un referente propio, y es resultado de la desautomatización de los textos que se integran en la unidad del relato base, con lo que se establecen las bases de un constructo poético ficcional.
En este texto límite (así llaman Rolan Barthes y Julia Kristeva al texto que se va produciendo) se vuelve evidente la función del personaje como fuerza estructurante, como organizador de la intertextualidad, la cual, como ya se dijo, se manifiesta en “las relaciones entre textos que se establecen dentro de un texto determinado” (Martínez, 2002: 74).
Para que la relación de los intratextos y los intertextos participe de la coherencia de la isotopía textual, El beso… configura una dualidad actorial: Molina y Valentín, la cual dinamiza la hechura textual desde un juego de diferencias aprehensibles con respecto a edad (Molina, 37 años; Valentín, 26), posición social (Valentín, familia acomodada; Molina, clase media baja), formación académica (Molina, empleado en una tienda; Valentín, arquitecto, con estudios políticos), sexo (Valentín, heterosexual convencido; Molina, homosexual), diferencias que irán interactuando en la construcción del sentido desde un denominador común, el cual, ya se ha dicho, intervendrá en la fusión de las dos entidades para la configuración de un espacio común: lo sensible. Ello condicionará la evolución de la trama en condiciones en que “el lenguaje poético es fundamentalmente percepción enunciante y vista hablante (y) no solamente, como lo dejaba ver la mímesis aristotélica, percepción enunciada y visión hablada” (Ouellet, 2000: 295).
En la novela de Puig, esta sensibilidad se vuelve texto gracias a la función de la mirada. Se trata de la mirada como enunciación, extrañamiento, pasión, diálogo y donación. Para Molina, ver las películas que contará a Valentín se había convertido en un acontecimiento: le permite mirar en la profundidad del deseo, de la angustia y del gozo. Esta mirada se dirige hacia lo ausente, lo negado; consiste en escrutar y está cargada de afectos y emociones; más que un hecho, la mirada es un movimiento, una travesía singular en el tiempo, en el espacio, en las propias emociones. Y así se vuelve diálogo e instala la primacía del Otro.
Molina experimenta, permanentemente, la alteridad: Irena, Leni, la zombi, la cantante mexicana, no son solamente representaciones del deseo de Molina de “ser mujer” (“ya que las mujeres son lo mejor que hay […] yo quiero ser mujer” reconoce el personaje), sino demuestra la potencialidad del lenguaje de construir analogías de la manera en que el mundo se ofrece a la mirada.
El texto literario es puesta en escena de la vida cotidiana, modifica los hábitos lingüísticos. En la novela, el uso del kitsch, de las formas populares del lenguaje, de textos de tango y bolero y, claro está, de películas de los 40 que Molina cuenta a Valentín, no crea únicamente redes intertextuales. Se trata de formas enunciantes que exploran las potencialidades de la percepción y de la sensibilidad. Puig aprovecha las formas narrativas de este material no como meros motivos de denuncia y ataque, sino como instrumentos para recuperar lo más profundo de una experiencia personal, y para crear, a partir de ésta, personajes y situaciones persuasivos.
El lenguaje participa de la naturaleza lúdica del texto literario, y el texto de Puig, puesta en escena del deseo y del placer, es una excelente demostración de la permanente complicidad de lo real con lo ficcional poético. Al contar la primera película a Valentín (la de la mujer pantera) vemos a Molina gozando del derecho de poder identificarse con Irena sin dejar de categorizar, desde su feminidad, a los demás personajes: le gusta el arquitecto por ser “pacífico y comprensivo”, sueña con una relación monogámica y fiel, y quiere ser no como Irena, sino Irena:
—¿Con quién te identificás?, pregunta Valentín.
—Con Irena qué te creés. Es la protagonista, pedazo de pavo. Yo siempre con la heroína[.] (Puig, 1999: 31)
Las numerosas técnicas narrativas, el constante empleo del presente del indicativo, permiten ver a Molina involucrado en la trama, en las emociones y los sentimientos de estos otros personajes que cita al contar a Valentín las películas:
Bueno, lo que no te dije es que lo que cantó fue algo muy raro, a mí me da miedo cada vez que me acuerdo de esa pieza que canta, porque cuando la canta está como mirando fijo en el vacío, […] está asustada, […] como entregada a lo que le va a pasar. (Puig, 1999: 58).
Molina mira a través del deseo, y esta mirada estética modifica las condiciones de la sensibilidad. Las formas de la enunciación, lugar donde se establecen nuevas relaciones con respecto al Otro, festejan el advenimiento de la palabra poética que logra demostrar que si bien la mirada común disocia las identidades, la mirada estética reconfigura el universo sensible del sujeto.
A Puig le interesa “contar historias y presentar visiones personalizadas”, porque le “parece que a través de la visión personalizada y deformada de un personaje el lector puede tratar de comprender algo”. Probablemente comprende cómo el texto re-lee y re-escribe la historia personal, inmersa en la historia de la humanidad. Y lo comprende porque su acción, lectura-escritura del texto, lo transforma, modifica su nivel de expectativas y de competencia, al invitarlo —incluso manipularlo— a ser cómplice de la producción textual. Tal como las películas se involucran en la vida de Molina y, a través de él, modifican el credo y las expectativas de Valentín.
Una vez más, la mirada hace actuar al personaje. LC

Bibliografía

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