Hay dos formas
de pasear por un bosque: La primera nos lleva a ensayar uno o muchos
caminos (…); la segunda, a movernos para entender como está
hecho el bosque, y por qué ciertas sendas son accesibles y
otras no. Igualmente, hay dos modos para recorrer un texto narrativo.
UMBERTO ECO, Seis paseos por un bosque narrativo. |
Eco
nos invita a considerar el ineludible papel del lector en la realización
de la travesía textual. Este “lector modelo” (el término
le pertenece a Eco) debe elegir entre enterarse simplemente de una historia
o dejar que el discurso lo atrape, lo cuestione, lo transforme y lo conecte
así con el autor modelo, su interlocutor, ambos considerados por
el mismo Eco estrategias textuales.
Esta máquina que organiza
un sinfín de redes significativas es el texto, “tejido lingüístico
de un discurso” (Segre, 1985: 368), el espacio de la manifestación
de una continua producción de sentido; también espacio en
el cual el sujeto y el sentido se van produciendo, ya que “el ‘productor’
de la lengua se ve obligado a un nacimiento permanente” (Kristeva,
1981: 8).
Es esta una de las propuestas
gracias a las cuales los integrantes del Grupo Tel Quel identificaban,
en los años setenta, la noción de texto; texto, concebido
como práctica significante, como productividad, realizada en y
por el lenguaje. Hay que entender la productividad como dimensión
fundamental del texto; ella evidencia la lengua en su proceso de estructuración
(es allí donde se articulan el sentido y el sujeto) y rechaza la
aceptación de ésta como efecto, como estructura de un objeto
finito.
Esta productividad, concebida
como puesta en práctica de la generación de sentido, como
funcionamiento diferencial, instala el texto en el espacio de una lógica
que supera, por el englobamiento, la lógica lineal del signo, inscribiéndose
en una lógica dialéctica: la lógica textual, de un
significante móvil y siempre abierto.
Visto así, el texto
se propone “como un aparato translingüístico que redistribuye
el orden de la lengua, poniendo en relación una palabra comunicativa
apuntando a una comunicación directa, con distintos tipos de enunciados
anteriores o sincrónicos” (Kristeva, 1968: 299).
El sentido, entonces, no
es el origen del texto, ni su fin; su engendramiento se
revela en el “proceso de la producción textual” (Jean
Louis Houdebine), la cual se realiza como “una exploración
del mecanismo de la lengua /de la significación” (Kristeva,
1972: 211).
El texto se experimenta en
estas condiciones como un campo metodológico (establece
o niega reglas), como una travesía del significante, como un trabajo.
Son estas marcas de identidad las que Roland Barthes establece para dar
cuenta de un permanente irse haciendo de este espacio dilatorio
cuyo “campo es el significante; el significante no debe imaginarse
como la primera parte del sentido, su vestíbulo material, sino,
[…], como su «después»; por lo mismo, la infinitud
del significante […] remite […] a la idea de juego”
(Barthes, 2002: 76). Y el juego atrapa al sujeto y lo implica en una actividad
permanente de producción de sentido, en una travesía sin
fin, en un juego de diferencias que lo identifican como texto plural,
cuyo “lector […] podría compararse a un individuo desocupado
(que hubiese distendido todo su imaginario): este individuo discretamente
vacío se pasea […] por la ladera de un valle; lo que percibe
es múltiple, irreductible, proveniente de sustancias y de planos
heterogéneos, desligados” (Barthes, 2002: 77).
En este punto aparece como
obvia la hipótesis según la cual la producción textual
pone en escena una dupla: escritura-lectura. Escribir y leer
se vuelven actividades simultáneas. El lector, dejaba ver Philippe
Sollers, no debe fabricar un libro por su lectura, lo debe forjar como
su propia escritura. Escritura-lectura, producción-consumo o “escritura
redoblada” obligarán al escritor y al lector a actuar con
una misma intensidad: “escribir es convertirse de inmediato en lector,
leer es transformarse de inmediato en escritor”, aseguraba, también,
Jean Ricardou.
En el espacio de esta dupla,
el texto (literario) evidencia lo que ocurre en el interior de la serie
literaria, su textura, así como lo que sucede en la articulación
e interacción de ésta con las demás series: la cultural,
la histórica, la social.
El texto surge así
no separado del sistema infinito constituido por la historia de la humanidad,
sino como escritura-lectura, como eco, como variación de esta historia.
Representa, de manera inevitable y obvia, una pluralidad, una permutación
de textos; así, se propone como intertextualidad: “todo
texto se encuentra en el cruce de varios textos de los cuales es a la
vez relectura, acentuación, desplazamiento y profundidad. En cierta
medida un texto vale lo que vale su acción integradora […]
de otros textos” (Sollers, 1968: 75).
“La escritura trasciende
a la historia”. Esta idea programática del mismo Grupo Tel
Quel define la capacidad del texto de hacerse sensible en sí y
al mundo al mismo tiempo, de ser una lectura de su propia producción.
El texto no se cierra ni en su propio trabajo, ni al contexto que lo hace
posible. Trabajado por otros textos, los absorbe y los transforma.
La dimensión ideológica
de la literatura no es extraña a su naturaleza intertextual: la
intertextualidad se convierte, de acuerdo a la visión de Julia
Kristeva, en “índice del modo en que un texto lee la historia
y se interesa por ella” (Kristeva, 1968: 305).
Todo texto se sitúa
en la conjunción con otros textos que re-escribe, re-lee y, así,
transforma. Se puede afirmar, nuevamente con Kristeva, que “todos
los textos pueden ser considerados parte de un solo texto que se escribe
siempre”. Al hablar de la intertextualidad literaria es menester
recordar el carácter dialógico del discurso, espacio
del encuentro de voces propias y ajenas, colectivas e individuales; espacio
en el que se explora ilimitadamente la naturaleza polifónica del
lenguaje. En opinión de José Enrique Martínez Fernández,
la novela es el tipo de discurso literario en el cual “el dialogismo
se refracta básicamente […] la dialogicidad atañe a
numerosos aspectos del lenguaje […] uno de ellos es el de las voces
ajenas o voces enmascaradas, es decir, el de la reproducción
del texto ajeno en la producción de otro nuevo texto-marco
[…] En estas voces enmascaradas está el origen, sin
duda, del concepto de intertextualidad” (Martínez, 2002: 54).
Sin embargo, el alcance de
este término es infinitamente más amplio, lo que condicionó,
en las últimas décadas, el surgimiento de nuevas hipótesis.
Así, Michael Riffaterre insiste en la necesidad de establecer la
diferencia entre el intertexto y la intertextualidad al
considerar al primero como “el conjunto de los textos que podemos
asociar a aquel que tenemos ante el conjunto de los textos que hablamos
[…] en la lectura de un pasaje dado” (Riffaterre, 1997: 170),
mientras que la intertextualidad supone una actitud, una disposición,
“que orienta la lectura del texto […] Es el modo de percepción
del texto que rige la producción de la significancia, mientras
que la lectura lineal sólo rige la producción del sentido”
(Riffaterre, 1997: 171).
Laurent Jenny distingue entre
intertextualidad implícita y explícita (imitaciones, citas,
plagios), y otorga a este fenómeno una función crucial en
el “funcionamiento” de la literatura: “Fuera de la intertextualidad,
la obra literaria sería llana y simplemente imperceptible”
(Jenny, 1997: 104).
Agregaría la intervención
de Gérard Genette que, al igual que Barthes y Kristeva, considera
el texto como cruce de otros textos, surcado, penetrado por otros textos.
Se trata, entonces, del texto que se va produciendo como “huella”
(el término le pertenece a Jacques Derrida) y que pone en escena
la infinitud del significante.
Es obvio que se puede hablar
de intertextualidad sólo en condiciones de una coherencia interna,
de una actividad poli-isotópica sostenida por el permanente desplazamiento
de las piezas textuales (García Berrio, 1994), cuya articulación
depende de aquel equilibrio de tensiones, condición inherente de
la dinámica de la producción textual.
Así, el texto, juego
de diferencias y cuna de la polisignificación, es huella de otros
textos: “Cada palabra conserva la huella de las que le precedieron
y se abre a las huellas de las palabras que siguen” (Martínez,
2002: 70).
Este tejido lingüístico
de un discurso, el texto literario, es el lugar de emancipación
de un sinnúmero de categorías, participantes, de distintas
maneras y variable intensidad, en el juego textual y en el advenimiento
de la intertextualidad concebida, ya lo hemos visto, como modo de ser
del texto, pero también como “trabajo de transformación
y asimilación realizado por un texto centrador que mantiene la
leadership del sentido” (Jenny, 1997: 262).
Si bien el texto es el espacio
de la realización de un hábeas ilimitado de redes significativas,
también lo es de la puesta en escena de una realidad ficcionalizada,
lo cual producirá normas y marcas de identidad propias, hallazgo
de una literaturidad que marcará, a través de las diferencias,
la inscripción del texto literario, la novela en el caso de nuestro
acercamiento, en aquel texto que, al decir nuevamente de Kristeva, se
escribe siempre.
Una de las categorías
vitales del texto-novela es, sin duda, el personaje, el cual, al ser él
mismo una unidad de sentido, se propone como texto, como actualización
de rasgos diferenciales, portador inevitable de la intertextualidad.
A pesar de ser “como
criatura de ficción […], lo que el texto le permite”
(Bobes, 1990: 53), el personaje realiza una función catalizadora
tanto en el interior del texto (en cuanto a su interacción con
las demás categorías narrativas), como, en muchos casos,
a un nivel extratextual, ya que “reproduce de forma homológica
[…] espacios sociales, profesionales y familiares de la sociedad
en la que se sitúa el relato” (Bobes, 1990: 66), poblando
el mundo novelesco, al cual podríamos imaginar como una maqueta
en la estructuración de la cual cada detalle participa de manera
significativa en la realización del movimiento, de la dinámica
de este hábeas englobante, el texto de la novela.
El personaje destaca como
“construcción que se efectúa progresivamente en el
tiempo de una lectura, en el tiempo de una aventura ficticia” (Hamon,
2001: 131).
Como estructura globalizante
el personaje se define:
como un conjunto de relaciones de semejanza, de oposición, de jerarquía y de orden que establece, en el plano del significante y del significado, sucesiva y/o simultáneamente, con los demás personajes y elementos de la obra en un contexto próximo (los demás personajes de la misma novela) o en un contexto lejano (in absentia: […] personajes del mismo tipo).
En tanto que morfema discontinuo el personaje es una unidad de significación. (Hamon, 2001: 131)
Es por ello que el personaje
funciona como principio organizador, portador de los efectos de lo
real, sujeto enunciado que establece con el autor y el lector un pacto
comunicativo de veracidad al participar en una ilimitada actividad de
transformaciones que le permitirán ser vehículo de la inscripción
del texto en un permanente proceso de escritura-lectura, porque “toma
a su cargo en el relato la heterogeneidad de todos sus niveles —y
aporta lo que es indispensable para su desarrollo, es decir la coherencia
de un hilo director” (Glaudes y Reuter, 1998: 73).
Y ahora, ¿por qué
El beso de la mujer araña? Esta novela que Manuel Puig publica
en 1976 y que ya ha sido objeto de infinidad de comentarios sigue, como
todo organismo viviente, generando inquietud, desconcierto, gozo, admiración
o reserva, en diversas categorías de lectores.
El texto de Puig es uno de
estos textos atópicos: “el texto es atópico
en su producción. No es un habla, una ficción, en él
el sistema está desbordado, abandonado […] De esta atopía
el texto toma y comunica a su lector un estado extraño: simultáneamente
incompatible y calmo.” (Barthes, 1982: 49).
El beso de la mujer araña
es un texto-anzuelo; opera sobre el lector lo que Molina (el preso homosexual)
sobre Valentín (el militante político): dudas, certidumbres,
metamorfosis, engaño, entrega incondicional, y se vuelve detonante
de una infinidad de reacciones, performancias y sanciones, tanto en el
interior como en el exterior de su producción. Pone en escena lo
sensible y se vuelve testimonio de cómo la sensorialidad participa
tanto en el funcionamiento de la enunciación como en el de la sintaxis
figurativa.
Así, la significación
adquiere una dimensión polisensorial, lo que permite que el discurso
vaya tejiendo el texto en función de una lógica distinta
que revela el impacto de la acción de un sujeto sobre el otro y
el punto de vista de ese otro, el punto de vista de quien padece el efecto de la acción, es una pasión. De alguna manera, pues, el efecto de la acción del otro es un afecto, o mejor dicho una pasión. La pasión es el punto de vista de quien es impresionado y transformado con respecto a una acción (Fabbri, 2000: 61).
La consecuencia de la puesta
en discurso de este tipo de significación pasional se manifiesta
a lo largo de todo el texto a tal grado que los dos personajes, Valentín
y Molina, “van en camino de fundirse”. La militancia política
de Valentín se verá unida a la expresividad de una política
sexual cuyo representante y mentor (en su relación con el preso
político) será Molina, en el interior del discurso, de la
historia, a pesar de la existencia de otro texto —las notas a pie
de página— producido intencionalmente por el autor explícito,
lo que le permite a Puig no solamente involucrarse de lleno en la producción
del texto, sino configurar este otro discurso cuyo valor didáctico
e informativo abre redes intertextuales en el relato base. Molina y Puig
se producen en espacios textuales distintos, desde los cuales cooperan
simultáneamente en la performancia textual.
Las notas permiten al lector
explícito involucrarse también en la significación
textual, ya que el carácter científico de este discurso
que remite a uno de los aspectos tematizados en el texto —la homosexualidad—,
facilita no solamente la lectura, sino el conocimiento del personaje,
criatura de ficción, pero antropomorfizada, conjunto de rasgos
significativos que si bien no producen cambios sustanciales en la estructuración
de Molina (el personaje queda estático, su mayor deseo es solamente
“ser mujer”), provocan la transformación de Valentín,
quien, a raíz de la experiencia íntima con Molina en la
celda de la cárcel, aceptará que él también
estaba discriminando, que los ideales por los cuales luchaba formaban
también parte de un sistema social preestablecido y presignificado.
Ese discurso se modifica a lo largo del texto, debido a la interacción
del personaje con las demás categorías narrativas.
El beso de la mujer araña
es un texto que se propone como texto-fragmento o, mejor dicho, texto
tejido de fragmentos; de textos con valor de intertextos cuyo sentido
primordial se transforma al adquirir uno nuevo, construido por el contexto
de la novela, el cual se genera como un referente propio, y es resultado
de la desautomatización de los textos que se integran en la unidad
del relato base, con lo que se establecen las bases de un constructo poético
ficcional.
En este texto límite
(así llaman Rolan Barthes y Julia Kristeva al texto que se va produciendo)
se vuelve evidente la función del personaje como fuerza estructurante,
como organizador de la intertextualidad, la cual, como ya se dijo, se
manifiesta en “las relaciones entre textos que se establecen dentro
de un texto determinado” (Martínez, 2002: 74).
Para que la relación
de los intratextos y los intertextos participe de la coherencia de la
isotopía textual, El beso… configura una dualidad actorial:
Molina y Valentín, la cual dinamiza la hechura textual desde un
juego de diferencias aprehensibles con respecto a edad (Molina, 37 años;
Valentín, 26), posición social (Valentín, familia
acomodada; Molina, clase media baja), formación académica
(Molina, empleado en una tienda; Valentín, arquitecto, con estudios
políticos), sexo (Valentín, heterosexual convencido; Molina,
homosexual), diferencias que irán interactuando en la construcción
del sentido desde un denominador común, el cual, ya se ha dicho,
intervendrá en la fusión de las dos entidades para la configuración
de un espacio común: lo sensible. Ello condicionará
la evolución de la trama en condiciones en que “el lenguaje
poético es fundamentalmente percepción enunciante y vista
hablante (y) no solamente, como lo dejaba ver la mímesis aristotélica,
percepción enunciada y visión hablada” (Ouellet, 2000:
295).
En la novela de Puig, esta
sensibilidad se vuelve texto gracias a la función de la mirada.
Se trata de la mirada como enunciación, extrañamiento, pasión,
diálogo y donación. Para Molina, ver las películas
que contará a Valentín se había convertido en un
acontecimiento: le permite mirar en la profundidad del deseo, de
la angustia y del gozo. Esta mirada se dirige hacia lo ausente, lo negado;
consiste en escrutar y está cargada de afectos y emociones; más
que un hecho, la mirada es un movimiento, una travesía singular
en el tiempo, en el espacio, en las propias emociones. Y así se
vuelve diálogo e instala la primacía del Otro.
Molina experimenta, permanentemente,
la alteridad: Irena, Leni, la zombi, la cantante mexicana, no son solamente
representaciones del deseo de Molina de “ser mujer” (“ya
que las mujeres son lo mejor que hay […] yo quiero ser mujer”
reconoce el personaje), sino demuestra la potencialidad del lenguaje de
construir analogías de la manera en que el mundo se ofrece a la
mirada.
El texto literario es puesta
en escena de la vida cotidiana, modifica los hábitos lingüísticos.
En la novela, el uso del kitsch, de las formas populares del lenguaje,
de textos de tango y bolero y, claro está, de películas
de los 40 que Molina cuenta a Valentín, no crea únicamente
redes intertextuales. Se trata de formas enunciantes que exploran las
potencialidades de la percepción y de la sensibilidad. Puig aprovecha
las formas narrativas de este material no como meros motivos de
denuncia y ataque, sino como instrumentos para recuperar lo más
profundo de una experiencia personal, y para crear, a partir de ésta,
personajes y situaciones persuasivos.
El lenguaje participa de
la naturaleza lúdica del texto literario, y el texto de Puig, puesta
en escena del deseo y del placer, es una excelente demostración
de la permanente complicidad de lo real con lo ficcional poético.
Al contar la primera película a Valentín (la de la mujer
pantera) vemos a Molina gozando del derecho de poder identificarse con
Irena sin dejar de categorizar, desde su feminidad, a los demás
personajes: le gusta el arquitecto por ser “pacífico y comprensivo”,
sueña con una relación monogámica y fiel, y quiere
ser no como Irena, sino Irena:
—¿Con quién te identificás?, pregunta Valentín.
—Con Irena qué te creés. Es la protagonista, pedazo de pavo. Yo siempre con la heroína[.] (Puig, 1999: 31)
Las numerosas técnicas
narrativas, el constante empleo del presente del indicativo, permiten
ver a Molina involucrado en la trama, en las emociones y los sentimientos
de estos otros personajes que cita al contar a Valentín las películas:
Bueno, lo que no te dije es que lo que cantó fue algo muy raro, a mí me da miedo cada vez que me acuerdo de esa pieza que canta, porque cuando la canta está como mirando fijo en el vacío, […] está asustada, […] como entregada a lo que le va a pasar. (Puig, 1999: 58).
Molina mira a través
del deseo, y esta mirada estética modifica las condiciones de la
sensibilidad. Las formas de la enunciación, lugar donde se establecen
nuevas relaciones con respecto al Otro, festejan el advenimiento de la
palabra poética que logra demostrar que si bien la mirada común
disocia las identidades, la mirada estética reconfigura el universo
sensible del sujeto.
A Puig le interesa “contar
historias y presentar visiones personalizadas”, porque le “parece
que a través de la visión personalizada y deformada de un
personaje el lector puede tratar de comprender algo”. Probablemente
comprende cómo el texto re-lee y re-escribe la historia personal,
inmersa en la historia de la humanidad. Y lo comprende porque su acción,
lectura-escritura del texto, lo transforma, modifica su nivel de expectativas
y de competencia, al invitarlo —incluso manipularlo— a ser cómplice
de la producción textual. Tal como las películas se involucran
en la vida de Molina y, a través de él, modifican el credo
y las expectativas de Valentín.
Una vez más, la mirada
hace actuar al personaje. LC
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