viernes, 24 de julio de 2009

LA DECEPCIÓN COMO MODELIZACIÓN DEL MUNDO EN "BOQUITAS PINTADAS" DE MANUEL PUIG

LA DECEPCIÓN COMO MODELIZACIÓN DEL MUNDO EN "BOQUITAS PINTADAS" DE MANUEL PUIG

por Carol Arcos Herrera

La articulación de una propuesta analítica aproximativa a la narrativa de Manuel Puig que explicito en esta ponencia que lleva como título “La decepción como modelización del mundo en Boquitas Pintadas” está lejos de proponer una lectura exenta de contradicciones, tensiones, continuidades y discontinuidades desde mi propio ejercicio como estudiante de literatura.

Indago en la producción escritural de Puig desde dos ejes principales, el primero que plantea una lectura desde los mundos posibles y un segundo eje que busca ampliar dicha lectura desde una posición que es aún emergente en mi práctica investigativa, y propia de un discurso, que en sentido bajtiniano, es movedizo, borrador, no definido.

Manuel Puig, escritor argentino que en el sistema generacional de Cedomil Goic es considerado un representante de la sensibilidad irrealista o integrante del Boom, concepto acuñado por José Donoso para significar el sincronismo producido entre el acto de escritura y el de recepción, que tuvo su manifestación más visible en el fenómeno editorial desplegado a fines de la década de los sesenta.

Boquitas Pintadas, segunda novela de Puig editada en 1969, se centra en la historia de un personaje donjuanesco y tuberculoso, Juan Carlos, que despliega múltiples amoríos y engaños en una provincia de Buenos Aires, Coronel Vallejos. Es en esa localidad que el personaje se relacionará tanto con Nélida, como con Mabel y la viuda Elsa Di Carlo.

Juan Carlos constantemente debe tomar licencias en la intendencia, donde se desempeña como empleado, debido a una enfermedad no diagnosticada, pero que ataca su sistema respiratorio inhabilitándolo para el trabajo, sin embargo llegada la noche abandonaba su domicilio para dar pie a sus andanzas seductoras.

Luego de relacionarse simultáneamente con Nélida, Mabel y la viuda, debe abandonar Coronel Vallejos con el objetivo de encontrar mejoría a su enfermedad, tras lo cual sus aventuras eróticas se ven interrumpidas. Es a la provincia de Cosquín donde se traslada, fracasando en su intento, puesto que debe dejar el tratamiento debido a exigencias familiares.

Luego de un tiempo su salud se agrava y es una de sus amantes, la viuda Di Carlo, la que le propone llevarlo de pensionista a una casa comprada por ella en Cosquín. Finalmente este personaje muere de tuberculosis, sin variar sus prácticas vagabundas, en Coronel Vallejos tras la visita a su madre, doña Leonor y hermana, Celina.

***

Boquitas Pintadas recupera la práctica escritural del folletín, la cual se expresa exteriormente al presentar su disposición mediante entregas. El texto se compone por dieciséis entregas divididas en dos partes cada una de ocho entregas respectivamente.

Desde su título la relación con las canciones y la sensibilidad popular se manifiesta: “boquitas pintadas” recupera un fragmento del tango de Alfredo Le Pera, titulado Rubias de New York, en el cual el sentir seductor es su hilo conductor.

Los epígrafes, fragmentos de tangos y boleros, que preceden a cada entrega se constituyen como paratextos al ir expresando la sensibilidad de los personajes que constituyen la diégesis, es así como desde ellos se manifiesta su destino, sus sufrimientos, sus irrealidades, articulando el temple de la narración.

Los recursos ficcionales favorecen la espectacularización de la realidad a representar en la medida que establecen una vinculación con las secuencias de la historia que se narra. Existe una equivalencia entre las letras citadas por la voz autorial y la emotividad pululante de los personajes.

Es así como en la segunda entrega, el epígrafe de Luis Rubinstein: “Belgrano 60-II/ quisiera hablar con Renée… / Renée ya sé que no existe, /yo quiero hablar con Usted. /Charlemos, la tarde es triste, /me pongo sentimental,/ Renée ya sé que no existe /charlemos, Usted, es igual”(1), manifiesta el cotidiano vivido por Nélida bajo la agonía que le propende el pasado, el vacío ante la evocación de su amor juvenil, Juan Carlos, y es sólo mediante las supuestas epístolas intercambiadas con su madre, doña Leonor, que ella puede acercarse a lo que fue en ese espacio amoroso.

Otro paratexto singular que nos habla de una voz autorial, es el que precede la decimotercera entrega: “…las horas que pasan ya no vuelven más”(Puig, 2004: 167), ya que se enuncia nuevamente la evocación de la juventud como un espacio propicio para trasladarse de la miseria y degradación del presente de los personajes que dialogan, Mabel visita a Nélida en su departamento en Buenos Aires. La agonía desplegada por el pensarse desde el pasado, provoca la no evolución de sus existencias.

La conciencia estructurante configura además dos paratextos que preceden a la división mayor de la novela: “Boquitas pintadas de rojo carmesí” y “Boquitas azules, violáceas, negras”. En el primero de ellos se metaforiza metonímicamente a los personajes femeninos que van constituyendo la diégesis, es lo ornamental y la sensualidad la que se expresa, además la memoria como un hacer presente de momentos de vinculación afectiva entre los personajes durante su instancia en Coronel Vallejos, va hilando sus existencias en un pasado juvenil aspirante y anhelante en relación a los múltiples amoríos. Al contrario de lo que ocurre en la segunda parte en donde las bocas anticipan una esfera mortuoria, se connotan de una existencia escatológica, el recuerdo manifiesta el carácter enajenante de la madurez, la decepción de las expectativas como concreción, abriendo una esfera de proyección imaginaria degradante.

En relación a las voces narrativas, éstas se configuran a partir de un sujeto de la enunciación que permite la inclusión de múltiples registros escriturales y de modos de decir coloquiales. El narrador que hace la fábula se presenta de forma impersonal, es objetivo, carente de identidad, se remite a la captación de los sentidos, no emite juicios, por lo tanto utiliza una modalidad escénica que sólo le permite enunciar acciones. Es de esa forma que esta voz narrativa se manifiesta explícitamente luego que los personajes finalizan la escritura de epístolas, muestra el momento en que se realiza la escritura. La referencia temporal deíctica se caracteriza por tiempos discursivos plateados desde un presente, estableciendo así una contemporaneidad de la acción presentada por sujetos, personajes, delegados por el narrador con el momento de la enunciación. Nélida finaliza una carta y el narrador enuncia:

Dobla carta y recorte entres partes y los coloca en el sobre. Los saca con un movimiento brusco, despliega la carta y la relee. Toma el recorte y lo besa varias veces. Vuelve a plegar carta y recorte, los pone en el sobre, al que cierra y aprieta contra el pecho. Abre un cajón del aparador de la cocina y esconde el sobre entre servilletas, se lleva una mano a la cabeza y hunde los dedos en el pelo, se rasca el cuero cabelludo con las uñas cortas pintadas de rojo oscuro. Enciende el calefón a gas para lavar los platos con agua caliente.
(Puig, 2004: 20-21)

El narrador objetivo no conserva una capacidad interpretativa, se expresa como un recolector de experiencias o de fragmentos de ella, proponiendo así lo inabarcable de la misma, duda gnoseológica que articulará una realidad posible en el nivel fictivo de la obra. Utiliza la inclusión de múltiples formas escriturales para ir armando a retazos la diégesis, así por ejemplo no adjuntará a su discurso desprovisto de valoraciones únicamente epístolas, sino que también descripciones de espacios y objetos, los cuales nos hablan de los sujetos, de los personajes, un diario de anotaciones de Juan Carlos, informes médicos y policiales, voces anónimas, diálogos sin contexto previo, reportajes periodísticos, llamadas telefónicas.

Hospital regional del Partido de Coronel Vallejos

Fecha: 11 de junio de 1937
Sala: Clínica general
Médico: Dr. Juan José Malbrán
Paciente: Antonia Josefa Ramírez
Diagnostico: embarazo normal.(Puig, 2004: 109)

El sujeto de la enunciación organiza los fragmentos presentados articulando una posición temporal con respecto a ellos, no adelanta procesos posteriores al momento mismo en que se produce la presentación de ellos. Además también registra los pensamientos, deseos de los sujetos, las dinámicas de su ánimo, posicionándose él desde una focalización interna, presentando los contenidos de las apreciaciones y percepciones de los personajes o sus procesos mentales, patentizando así un movimiento en su enunciación: “Mabel iba a tomar el té a casa de una amiga, elevó su mirada a las copas añosas, vio que los troncos fuertes se inclinaban, se humillaban”(Puig, 167), o permitiendo la intromisión de las voces de los personajes, es así como pronuncian monólogos interiores que proyectan sus irrealidades, se nos dice de ellos lo que sólo ellos pueden conocer. Un ejemplo de esta modalidad que asume el narrador es en la decimoquinta entrega cuando Nélida visita a la viuda Di Carlo y en el camino con sus hijos a La Falda los letreros del camino se entrelazan con sus ideas pululantes:

“¿Lo mejor de Córdoba? Agua mineral La Serranita” ¿lo mejor del cielo? Muy pronto los ángeles me lo habrán de mostrar ¿adónde me llevan? La tierra abajo quedó, eclipse de vida en la tierra, las almas ya vuelan hacía el sol, eclípsase el sol de repente y es negro el cielo de Dios.

Más abajo se lee:

…¡Juan Carlos! Sorpresas tengo…en todos estos años que separados vivimos…¡aprendí a cocinar! ¡sí! Puedo prepararte lo que más te plazca, Juan Carlos ¿me pides que hoy junto a ti me acueste?...(Puig, 2004:210)

Existe un juego de relaciones entre los fragmentos que recoge el narrador, los cuales ofrecen una pluralidad de perspectivas, para constituir el mundo posible, es un inclusionismo que permite articular un nivel fictivo. Es a través de una mediación por parte del narrador, la cual no consta de una síntesis, que se articula una realidad indeterminada. Los espacios configurados en la novela se establecen mayoritariamente a partir de la descripción de los lugares a través de la relación entre los objetos que los componen, a modo de primeros planos cinematográficos, reafirmando la perceptiva del narrador: “Detrás de la ventana de la habitación... se ve un primer patio, cubierto por plantas de parra que se trepan y enroscan a un tejido de alambre colocado a modo de techo, más allá canteros con rosales y jasmineros”(Puig, 2004:43)

El motivo del umbral articula un mundo posible larvario, pues los sujetos habitan en un mundo degradado, precario, su existencia es decepcionante, no logran concretizar sus propuestas de existencia, no hay resoluciones, la imaginería es el escape a un presente desgarrado y enajenante. Los personajes sólo se constituyen de sombras que los desproveen, los reducen a un cotidiano empobrecido, miserable. Proyectan puertas de existencia a las cuales no tienen acceso, articulando existires irreales que no logran permanencia, se desintegran. Es así como aspiraciones de la juventud siguen vigentes en un estado adulto perpetuando la caída de lo humano. Este rasgo lo vemos notoriamente en Nélida:

...si Dios te hizo tan lindo es porque El vio tu alma buena, y te premió, y ahora de la mano arrodillados miremos a lo alto, por entre los volados de las cortinas nuevas, junto a esta humilde camita de soltera ¿nuestro nido? y preguntemos a Dios Nuestro Señor si él nos declara, por una eternidad, yo tu mujer tú mi marido…
-¡Mami quiero hacer pis
- Falta poquito para llegar, aguantá querido.
- Mamá, no puedo más.
(Puig, 2004:211)

Es la proyección en una irrealidad que se presenta larvaria en la medida que no se corporiza planteando así personajes en agonía, sujetos que se piensan desde el tránsito entre la decepción del presente y las evocaciones que configuran proyecciones fracasadas, el umbral constituye un puente entre esas dos instancias. Es así como también el amor como concreción se agota, es significativo contemplar como Nélida en el desenlace de su historia rompe su conflicto al cambiar de voluntad en cuanto a los objetos que debían acompañarla en la sepultura, planteando de esa forma el sometimiento a una condición frustrada; ya no deseaba que las cartas de cinta azul y rosa fuesen colocadas entre la mortaja y su pecho:

Ahora su deseo era que en el ataúd le colocaran, dentro de un puño, otros objetos: un mechón de pelo de su única nieta, el pequeño reloj pulsera infantil que su segundo hijo había recibido como regalo de ella al tomar la primera comunión, y el anillo de compromiso de su esposo… Además quería que las cartas guardadas por el escribano fueran destruidas y su esposo mismo debía hacerlo…
(Puig, 2004:213)

El motivo del viaje se plasma como un vagar de la conciencia de lo sujetos hacia una irrealidad que sustenta el fracaso del existir desde el pasado, la nostalgia se convierte en el ilustración de ese vagar, así también los tangos y boleros que perpetúan el temple de ánimo de la narración patentizan el sin sentido, el vacío al cual están arrojados los personajes. En palabras de Carlos Fuentes desde Rayuela:“El viaje ha consistido en ampliar un milímetro la conciencia o los sentidos perpetuamente hambrientos de más, perpetuamente prisioneros en las cárceles del menos” (2). Otra manifestación del viaje como vagar es a través de Juan Carlos, éste al emprender el traslado a Cosquín es lanzado hacia la muerte, su destino es un dirigirse a la muerte irreversible y desde este escenario se erige la muerte de la presencia recordada.

Además de configurarse un mundo larvario, el nivel ficcional de la novela permite la modelización de un mundo fragmentario, ya que la realidad se articula de fragmentos que se sostienen precariamente, presentando espacios vacíos, no existe complitud en la constitución de los sujetos, estos se encuentran escindidos, entre la inanidad de la existencia y las propuestas fracasadas que imaginan, sin embargo esa binaridad es diseminada al rechazar su existencia y articular una en la cual no toman forma. La fragmentariedad del nivel fictivo de la obra se expresa por medio del tiempo, el presente de la enunciación está hecho del pasado y de las aspiraciones decepcionantes de los sujetos, y es en ese transito en que los sujetos y así el mundo deben ser armados a partir de los retazos que pululan por el texto. Son sujetos configurados por conexiones, sin una identidad precisa, sino sólo insinuante. Existe una condición confusa, ambigua del mundo, pues el tiempo indetermina su configuración en fragmentos discursivos que se inscriben en distintas dimensiones de la realidad representada.

Existe un desocultamiento del mundo posible, se arma el sentido del fracaso de la existencia, la cual se revela como una realidad escatológica en la medida que está condenada a la destrucción. El texto finaliza con fragmentos, retazos de palabras contenidas en las cartas de amor enviadas entre Nélida y Juan Carlos, se desintegran, simbolizando la destrucción de la realidad representada, su no concreción.

En relación al distanciamiento enunciativo que cristaliza el narrador con respecto a la realidad representada permite que éste materialice una modalización discursiva de forma paródica. El narrador utiliza lo folletinesco, expresado en lugares comunes, personajes estereotipados, la cursilería, pero no cae en ella, se aleja para parodiarla y así proveer de humor al discurso. Según Jorge Lozano la parodia: “tiene la peculiaridad… de que la norma es introducida en el propio texto como una componente material al tiempo que el enunciador establece de alguna manera una posición de extrañamiento o crítica al respecto, o la marca peyorativamente” (3). Expresión de esto lo vemos, por ejemplo, cuando el narrador introduce fragmentos de la revista Mundo Femenino, específicamente la sección “Correo del Corazón”, en donde Mabel escribe sus conflictos amorosos firmando como Espíritu Confuso y la redactora le responde:

Que lo pases bien en la estancia, estudia inglés y trata de aprender por último, nunca al principio, la palabra “yes”, que significa… ¡sí!. Usando poco ese monosílabo conquistarás al mundo y, más importante aún, asegurarás tu felicidad y la de tus padres. Siempre a tus órdenes. María Luisa Díaz Pardo.
(Puig, 2004: 40)

La actitud del narrador con respecto a lo que enuncia está marcada por un extrañamiento, el no atender a él podría en el acto de recepción provocar una lectura de complacencia ante una historia de amor, no considerando así la decepción y la ambigüedad de la existencia de los sujetos en un mundo fragmentario.

El mundo posible o nivel fictivo de la obra se nutre de los recursos posibilitados por un nivel ficcional para constituir la decepción de la existencia de los personajes, un saberse sobrepasado por la misma y desde ahí establecer el escepticismo para abarcarla.

El modelo de análisis aquí planteado proviene desde una perspectiva pragmática que retoma el concepto de mundos posibles o fictivización de la comunicación en literatura de Siegfried Schmidt. La indagación de un corpus literario se establecería desde dos niveles , uno ficcional, plano de realización artística y otro fictivo, que correspondería al nivel estético de la obra. Un mundo articulado en el propio texto y realizado en el receptor a través de un pacto de lectura.

Este modelo de análisis se configura además desde los postulados generacionales de Cedomil Goic, proponiendo así verdades preestablecidas con las cuales una determinada narrativa debería cumplir o manifestar.

Sin desmerecer el análisis desplegado hasta el momento me aventuro en algunas proposiciones que podrían de alguna forma tensionarlo o permitir proyecciones del mismo.

El proceso de lectura en una convergencia entre texto y lector valida un análisis que no intenta insertar la constitución de un discurso en escenarios prefigurados como aquellos que responden a las “generaciones literarias”, en las cuales un sistema armado de motivos, mundos, sujetos, lenguajes, formas y contenidos ya estarían previamente diseñados y a los cuales una escritura de carácter literario tendría que someterse. De lo contrario, es en la convergencia y en la productividad del lector, retomando a Wolfgang Iser, que las significaciones que se le otorgan a un discurso tienen coherencia, evaluando, al mismo tiempo, los contextos en los cuales participan texto y lector.

Al modo de una aplicabilidad de un lente, este ensayo propone una lectura reducida a un textualismo, por cuanto sólo está concentrado en los microdiscursivo y no se pregunta por ejemplo por otros discursos culturales que se explicitan simultáneos al contexto de producción del corpus en cuestión, un intercambio de enunciados, interdiscursividades, por señalar uno de ellos a través de un corte sincrónico se podría mencionar el entramado político que gestionaba la discursividad peronista y como a través de un populismo dialogante con valores judeo – cristianos se iban configurando sujetos que en la narrativa de Manuel Puig, según el parecer de Jorgelina Corbatta cobraban en la mass media una expresividad propia de la clase media argentina, la que pondría de manifiesto la enajenación de los personajes.

La organización cronotópica en Boquitas Pintadas se patentiza como una heteroglosia, retomando a Bajtín, pues diversas hablas sociales son incorporadas a la narración con un carácter inconcluso, proponiendo así un discurso armado a retazos que dialogan entre sí desde la recepción particular que se hace de ellos.

La lectura de lo no dicho como un proceso dinámico, cito a Iser: “ puesto que lo dicho sólo actúa realmente cuando remite a lo que calla. Y como lo callado es el revés de lo dicho, sólo por ello adquiere sus contornos... Y esto no se dice, ni menos se explica, en el texto, sino que resulta del cruce del texto y el lector” (150), nos propone una recepción activa de novelas que integran las ausencias en sus enunciados y nos permite una modificación de esperas continuas. Por otro lado, desde los postulados postestructuralistas, lo no dicho acentúa una escritura que transgrede las totalizaciones, una escritura fragmentaria que manifiesta una búsqueda de problematizaciones y desterritorializaciones a través del lenguaje, que en la producción escritural de Puig patentiza una desintegración de la novela concebida como un todo orgánico y presenta hablas que transgreden un monologismo a través de las no aceptabilidad de un sujeto discursivo que organice en autoridad.

Desde lo inconcluso los sujetos que constituyen la diégesis dialogan a través de sus decires en la recepción, sujetos ambivalentes en la temporalidad que gobierna sus vidas y que los escenifica decepcionados en sus discursos.

La posibilidad de análisis y reflexión en torno a la segunda novela Manuel Puig en ningún caso propende a proyecciones conclusivas, sino por el contrario dejo abiertas potenciales discusiones al respecto.



Notas

(1) Manuel Puig: Boquitas Pintadas. Argentina: Editorial Planeta, 2004.pág.22

(2) Carlos Fuentes: La nueva novela hispanoamericana. México: Editorial Joaquín Mortiz. 1969. Pág 75.

(3) Jorge Lozano: Análisis del discurso. Madrid, Editorial Cátedra, 1986. Cap. II. P. 162



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Carol Elizabeth Arcos Herrera (Santiago, 1980) estudió Licenciatura en Educación en Castellano en la Universidad de Santiago de Chile, egresando el 2004. Ha realizado diversos cursos relacionados con arte y literatura. Ponente en las VII Jornadas Andinas de Literatura Latinoamericana Estudiantiles (JALLA-E 2005). Actualmente cursa el Programa de Magíster en Literatura con mención en Teoría Literaria en la Universidad de Chile y forma parte del Colectivo Lengua quiltra.


sábado, 18 de julio de 2009

10 años sin Manuel Puig


10 años sin Manuel Puig Maldición, fama y exilio
Daniel Molina Clarín, 2 de julio de 2000


A las ocho de la noche del domingo 22 de julio de 1990 el locutor de una radio porteña comentaba una noticia de la siguiente manera: "Según un cable de último momento, en México murió un escritor argentino que acá no suena; se trata de Manuel Puig". Ese comentario era otra de las muchas paradojas que el destino le impuso.

Puig escribió algunos de los libros que ya forman parte del canon moderno de la literatura occidental. A través del cine, del musical y del teatro, sus novelas llegaron a públicos muy amplios en todo el mundo. Y, sin embargo, en la Argentina de principios de los 90 había quedado confinado a un reducido círculo de lectores informados. Hace una década, el nombre de Puig resultaba casi desconocido para aquellos que, como ese locutor, sólo acceden a la literatura a través de lo que la lista semanal de best-sellers promociona. Cuando Puig murió, hacía ya años que aquí no se reeditaban sus libros, algunos de los cuales habían batido récords de ventas en el país a comienzos de los 70 y que por entonces agotaban -y siguen agotando- edición tras edición en más de 20 idiomas.

En febrero de 1965, Puig terminó de escribir su primer libro. No fue un autor precoz (tenía, por entonces, 32 años: había nacido el 28 de diciembre de 1932), pero se estrenó escritor con una obra maestra: La traición de Rita Hayworth, una de las novelas más originales de la literatura moderna. En La traición inventa un mundo y una nueva forma de narrar. Entremezcla fragmentos de radioteatro y composiciones escolares; textos burocráticos y diarios íntimos; diálogos telefónicos, de los que el lector "oye" sólo una de las partes, y conversaciones multitudinarias en las que se llega a perder el hilo. Los capítulos en los que se "reproduce" lo que piensa Toto son uno de los momentos más altos de la literatura en castellano del siglo XX. Puig no sólo recupera, a través de una extraña mezcla de ternura y humor, saberes infantiles que parecían perdidos para siempre, sino que logra construir magistralmente la "voz" interior del niño.

"La historia (de la novela) transcurre en Argentina -1933-1948- y atañe a un chico de un pequeño pueblo de las pampas, donde el único contacto real con el mundo es la ficción de las películas. El chico recién empieza a vivir cuando las luces de la sala se apagan y los nombres de las estrellas aparecen en la pantalla. Y esas estrellas pasan a formar parte de sus conflictos." Así le resume Puig la trama de su libro a Rita Hayworth en la carta en la que le pide la autorización para usar su nombre en el título. Ese chico, que es un antihéroe fanático del cine y compinche inseparable de su madre, se parece mucho al autor. Puig nunca vaciló en reconocer que el material autobiográfico abunda en su primera novela. En la entrevista que concedió a la revista gay francesa Masque, al hablar de cómo ese chico sensible se transforma ante los ojos del lector en una "loca" (en un homosexual afeminado), Puig declaró, parafraseando a Flaubert, "Toto cest moi" (Toto soy yo).

Los padres de Puig pertenecían a la clase media. La madre, María Elena Delle Donne (conocida por sus amigos como Male), era de La Plata y había estudiado, lo que la distinguió en su época como una mujer atípica. El personaje de Mita en La traición está hecho a su imagen y semejanza: desde que el escritor era muy pequeño hubo una alianza entre madre e hijo que ni siquiera la muerte logró destruir. El padre, Baldomero, tenía una distribuidora de vinos y se imaginaba, a la manera de los personajes de Arlt, inventor. Según Manuel, su padre era un hombre bueno, pero muy machista: eso los distanció desde que el escritor era aún un niño.

El lugar en el que transcurre la historia de la primera novela de Puig, Coronel Vallejos, es una reproducción casi fotográfica del pueblo en el que el escritor había vivido de niño: General Villegas. "Lo que daba prestigio en Villegas era humillar a las mujeres, reivindicar la fuerza del macho. Por eso de chico anhelaba ir al cine, donde la bondad, el sacrificio y la humildad eran premiados", declaró Puig. El escritor siempre recordó su primera infancia con alegría. Sin embargo, ese mundo protegido se terminó a los 10 años: en el fatídico 1943 se murió su hermanito recién nacido, intentó violarlo un muchacho de 15 años y dejó de crecer. "Fue el fin de la felicidad", dijo.

En Villegas no había colegio secundario. Por eso Puig, que era (como el Toto) el alumno más aplicado de la escuela, fue enviado por sus padres a estudiar pupilo en un colegio de las afueras de Buenos Aires: el Wards, de Ramos Mejía. Lo alegró su mudanza a la capital: los fines de semana tenía a su disposición estrenos de cine, zarzuelas y óperas, museos y teatros, paseos que eran inimaginables en el pequeño mundo en el que había pasado su infancia y al que ya no volvería nunca más después de haber cumplido los 18 años.

En 1950 se inscribió en la Facultad de Arquitectura y en 1951 se pasó a Filosofía y Letras, pero lo que realmente le interesaba era ser cineasta. A los 20 años cumplió con el servicio militar obligatorio y poco después se marchó a Roma con una beca del gobierno italiano para estudiar en el Centro Sperimentale di Cinematografía. Puig, que adoraba los filmes de la Metro, que desfallecía por los decorados lujosos, las grandes estrellas y los vestuarios sofisticados no podía haber llegado a Italia en peor momento: allí imperaba el neorrealismo, que se había transformado en un dogma. Como no consiguió trabajo en Roma fue a París, pero allí no le fue mejor. En 1958 llegó a Londres, donde escribió su primer guión: fue en inglés, porque él consideraba que ésa era la lengua del cine. En 1960 volvió a Buenos Aires y colaboró como asistente en tres películas. Cuando en 1962 llegó nuevamente a Roma empezó a sospechar que su deseo de ser director o guionista iba camino del fracaso. De todas formas empezó a escribir un guión sobre su infancia en Villegas: fue el primer esbozo de La traición.

La primera novela de Puig estuvo terminada en febrero de 1965, pero llegó al público recién en 1968. La odisea que vivió el libro hasta su publicación ya forma parte de la historia chismosa de la literatura hispanoamericana. Puig, que no tenía contactos en el mundo literario, le mostró el manuscrito a un amigo, el director de fotografía Néstor Almendros, quien, fascinado por la historia, se la da a leer a Juan Goytisolo, que ya era un escritor reconocido. Gracias a Goytisolo, La traición es leída en la editorial Seix Barral. Puig viajó a Barcelona para entrevistarse con el director de la casa editora, Carlos Barral, pero no congeniaron: "El era rico, tenía clase y era comunista; yo era de hábitos frugales y sólo socialista", declaró Puig; pero lo cierto es que el escritor fue muy crítico con la política cubana, que perseguía a los homosexuales, y con los intelectuales occidentales que, según él, "hacían turismo gratis yendo a la isla para adular a Castro". Barral, que acababa de volver de Cuba, pensó que Puig lo estaba insultando en su propia cara. Resultado: el libro, que ya estaba casi aprobado, no salió. De todas formas se le permitió presentarlo al Premio Biblioteca Breve. La traición resultó finalista, pero Mario Vargas Llosa amenazó con dejar el jurado si ganaba "ese argentino que escribe como Corín Tellado". En 1967, la novela fue a parar a manos de uno de los más prestigiosos editores de Hispanoamérica: Francisco Porrúa, director de Sudamericana. Porrúa decide editarla, pero enfrenta otro tipo de problemas: era la época de Onganía y la censura estaba a la orden del día. Si un libro era cuestionado se podía encarcelar a los "responsables": el autor, el editor, el librero y el imprentero. Según contó Puig, un corrector demasiado puntilloso le advirtió a su patrón que podría ir preso si publicaba ese libro tan obsceno. Resultado: Sudamericana tampoco lo editó. En 1968, por fin, lo publica Jorge Alvarez. Pocos meses más tarde apareció la traducción francesa que editó Gallimard (y que Le Monde calificó como uno de los mejores libros del período 1968-1969).

Al principio ni las ventas ni las críticas fueron demasiado buenas, pero al año siguiente ya aparece una segunda edición y abundan los elogios que cosecha en el exterior: entre ellos los de Emir Rodríguez Monegal, Severo Sarduy y Juan Goytisolo. Ricardo Piglia escribe un ensayo ("Clase media: cuerpo y destino") que inaugura la crítica argentina de la obra de Puig.

También en 1969 aparece su segunda novela: Boquitas pintadas, que llevará a su autor a la fama. En pocos meses agota varias ediciones. Las revistas dedicadas a las adolescentes hablan de la moda "boquitas pintadas". La prensa de los 60, interesada en difundir nuevas tendencias, empieza a convertir a Puig en un personaje. A comienzos de los 70, cuando la novela llega al cine, dirigida por Leopoldo Torre Nilsson, Puig se había convertido en uno de los personajes populares de esa Buenos Aires bulliciosa que estaba lanzando, sin saberlo, su canto del cisne.

En 1973 aparece The Buenos Aires Affair. La tercera novela de Puig fue incluida en la lista de libros prohibidos por el gobierno justicialista, apenas Juan Domingo Perón llegó por tercera vez al poder. Además de la prohibición oficial, Puig recibió varias amenazas telefónicas. Decidió dejar el país, "por un tiempito; pero en mi país la situación empeoró y durante ocho años no pude volver; ahora no sé, algo me dice que es mejor ya no volver", declaró en 1984. Y no volvió nunca más.

El largo exilio comenzó en México, pero la altura de la ciudad lo tuvo a mal traer y decidió mudarse a Nueva York, donde había vivido un par de años antes de publicar su primer libro. En 1975, en México, terminó su cuarta novela, la que lo haría famoso en todo el mundo: El beso de la mujer araña. Con esta novela le pasó algo parecido a lo que había sucedido con La traición, pero como ahora ya era un autor reconocido en todas partes, el problema fue internacional.

El beso, que cuenta la historia de dos detenidos (un preso político y un perseguido sexual) que comparten la celda en una cárcel de la dictadura militar argentina, obviamente no podía ser publicado en el país. Por eso Puig mandó el manuscrito directamente a sus dos editores europeos más importantes: Gallimard, de Francia, y Feltrinelli, de Italia. Ambos rechazaron la novela: le dijeron que la obra estaba tan mal escrita que si la publicaban se iba a desprestigiar. Por suerte, Pere Gimferrer recomendó el libro a Seix Barral y esta vez la casa española aceptó editarlo. Apareció en 1976 y casi inmediatamente se transformó en un best-seller internacional. Llegó al cine dirigida por Héctor Babenco y protagonizada por William Hurt (quien ganó el Oscar al mejor actor). Se convirtió en una de las comedias musicales más exitosas y premiadas de Broadway. Además, con música del alemán Hans Werner Henze, se transformó en ópera. Y Puig escribió una versión teatral que ha sido representada en todas partes.

Puig siempre desconfió de la crítica, especialmente de la crítica argentina. No se cansó de declarar que "casi unánimemente me descalifica; cuando publiqué mi primer libro dijeron que era un esfuerzo preliterario; y desde entonces cada vez que sale una novela dicen que no es tan buena como las anteriores; usan los libros ya salidos, que fueron atacados cuando salieron, para darle un hachazo al nuevo".

En 1979 publicó Pubis angelical, que fue llevada al cine por Raúl de la Torre. En 1981 apareció su novela más extraña, la que a Puig menos le gustaba, Maldición eterna a quien lea estas páginas. En 1982 dio a la imprenta uno de sus libros más complejos y sutiles, Sangre de amor correspondido, y la crítica argentina de entonces volvió a manifestar su rechazo. Como el original de Sangre estaba en portugués -Puig se había mudado a Río de Janeiro a comienzos de los 80 y había entrevistado a un albañil carioca para recopilar sus historias-, algunos críticos llegaron a expulsarlo de la literatura nacional.

También en Río, en su departamento de la rua Aperana, Puig escribió Cae la noche tropical, su última novela, aparecida en 1988. Después de la publicación del libro, volvió a prepararse para una mudanza, tarea nada sencilla para alguien que atesoraba en su casa miles de películas, una enorme cantidad de discos y algunos cientos de libros. Además, Puig no se mudaba nunca a la otra cuadra: cambiaba de país como quien muda de ropa. Sentía que Río había perdido la libertad sensual y la calidad de vida que lo habían seducido cuando decidió irse a vivir allí.

Se estableció en Cuernavaca, México. Fue acompañado, como siempre, por su madre. Los amigos que vivían en el Distrito Federal lo visitaban a menudo. Comenzó una novela, que se supone inconclusa. A diferencia de sus libros publicados, a los que Puig le ponía título definitivo recién al terminarlos, esta novela contó con título desde que escribió la primera página: Humedad relativa 95 por ciento.

De los amigos mexicanos, dos se destacaban. Puig los consideraba sus hijos espirituales (o mejor, "las hijas de Rita Hayworth", como solía decirle a todo el mundo). A Javier Labrada y Agustín García Gil los había apodado respectivamente Rebecca y Jasmine (como las hijas de la protagonista de Gilda). Ellos le habían recomendado que fuera a operarse de sus problemas vesiculares a los Estados Unidos o a la ciudad de México, pero Puig prefirió el hospital que estaba a la vuelta de su casa en Cuernavaca. De la operación ya salió mal y murió a los pocos días, casi sin haber recuperado la conciencia.

El final tuvo detalles que parecen sacados de sus ficciones. El costado humorístico apareció donde menos se lo esperaba. En la necrológica de The New York Times, que destaca el papel innovador de su obra, también se dice que "lo sobreviven sus hijos Javier y Agustín". El chiste que Puig jugaba entre amigos se había transformado en una involuntaria humorada pública.

Ironía del destino: él, que había querido operarse en Cuernavaca para que su madre lo acompañase en el hospital, moría sin nadie a su lado. La escritora Tununa Mercado recordó que "mientras en el distrito federal todos hablaban de Manuel, a 60 kilómetros su cuerpo estaba solo".

Su hermano Carlos no sabía qué hacer con los restos mortales. Si los enterraban en México iba a tener que pensar en alguien que acompañase a su madre, porque ella, por nada del mundo, se iba a separar del hijo tan amado. Entonces se decidió que su cuerpo fuese cremado. Sus cenizas fueron traídas a Buenos Aires y descansan en la casa del barrio de Palermo en la que vive su madre.

Desde que se fue nunca más volvió. Sólo la muerte lo reconcilió con la ciudad que lo había olvidado.



sábado, 11 de julio de 2009

LA MUERTE NO ES UN ADIÓS por Tomás Eloy Martínez



Manuel Puig LA MUERTE NO ES UN ADIÓS

Este cálido y al mismo tiempo descarnado testimonio sobre el autor de La traición de Rita Hayworth, sobre sus amores, la pasión que alimentaba por las estrellas de cine y el mundo de ensueño de Hollywood, echa una cruda luz sobre algunos de los aspectos que inspiraron sus libros.


"Creen que soy un best-seller pasajero, no un escritor. Lo mismo pasó con Roberto Arlt hace treinta años" Un atardecer de junio, en 1991, volví a ver a la madre de Manuel Puig en el mismo living modesto de la calle Charcas donde la había conocido veinte años antes.Había un invencible anhelo de orden en los objetos que la rodeaban. Cierta ley de la gravedad dictada por el tiempo, o por la voluntad del hijo muerto, dejaba caer los objetos en un lugar preciso, y ese lugar era para siempre.
"Vení a saludar a Coco", me dijo, resucitando el apodo familiar que Manuel detestaba. "Tenés que verlo. Está precioso".
María Elena delle Donne -ése era su nombre, aunque le gustaba que los amigos de Manuel la llamáramos Male- me llevó a la salita que su hijo había usado como estudio en los años de Boquitas pintadas y The Buenos Aires Affair. En el rincón menos hospitalario languidecía, inútil, la Olivetti Lettera en la que Puig había escrito sus tres primeras novelas. En los estantes metálicos de la biblioteca vi algunas traducciones de Pubis angelical, una biografía de Greta Garbo y los libretos radioteatrales, encuadernados, de Yaya Suárez Corvo, que conocieron una efímera fama en los años 40 y por los que Manuel había profesado siempre una veneración secreta. Las paredes estaban adornadas con abanicos japoneses y una espada de samurai. El editor de Tokio se los había regalado a Male en marzo de 1990, y ahora ella no quería desprenderse de los recuerdos. "No podés imaginar lo feliz que Coco estuvo en Japón", me dijo. "A todas las personas les gusta que las quieran, pero él era más sensible que nadie a esas cosas."
A la izquierda de la biblioteca, entre dos budas de porcelana dudosa, vi el cáliz de metal bruñido en el que Male había llevado desde México las cenizas de Manuel. Contra lo que yo esperaba, no había ninguna inscripción que indicara el principio y el fin de la historia. Nada que dijera, en el estilo paródico del difunto: Hijo, descansa en paz o Manuel Puig (General Villegas, 1932 - Cuernavaca, 1990). Sobre el cáliz desentonaba un crucifijo de bazar.
"Decíle a Coco lo que estás pensado", me alentó Male. "No tengas vergüenza. Decíle que lo encontrás más lindo que nunca".
Yo no sentía vergüenza ni sorpresa ni tan siquiera pena. Manuel Puig había muerto de una dolencia incomprensible un año antes, en México y, después del desconcierto de la noticia, ya la tristeza se había disipado. En verdad, yo no sabía qué hacer ante aquellas cenizas. Puig no estaba en ellas y tampoco quedaba nada de él en ese cuarto: nada, ni lo que había deseado o imaginado, y menos aún lo que había sido.
La primera vez que oí hablar de Manuel Puig fue en el otoño argentino de 1967, cuando el editor catalán Carlos Barral me llamó por teléfono al semanario Primera Plana -del que yo era entonces jefe de redacción- para contarme que un "prodigioso escritor argentino" había perdido por un margen de dos votos el premio de novela Biblioteca Breve. "Tu corresponsal en Nueva York debe entrevistarlo", me dijo. "Lo encontrarán en las oficinas de Air France del aeropuerto Kennedy. Se llama Juan Puig y está allí, en la recepción, a la espera de que aparezca una estrella de cine".
Primera Plana no tenía corresponsales en Nueva York, pero uno de los redactores del semanario debía de todos modos pasar por las oficinas de Air France en Kennedy durante una escala a Europa. Una semana después envió lo que el semanario titularía "Retrato del novelista desconocido".
Puig era -escribió- un joven de estatura mediana, que se desplazaba por los pasillos del aeropuerto en cámara lenta. Había nacido a mediados de 1932 en General Villegas, una ciudad desértica de la provincia de Buenos Aires, y se había mudado a Buenos Aires en 1949 para estudiar arquitectura.
La arquitectura, sin embargo, era sólo un desvío para llegar a su pasión verdadera, el cine.
A fines de 1960 trabajó en algunas coproducciones más bien atroces. La mejor, que se llamó Una americana en Buenos Aires, avergonzó tanto a su desvergonzada protagonista -Mamie Van Doren- que ella jamás quiso incluirla en su filmografía. Puig, en cambio, logró sacar ventaja de esas desdichas. Durante todas las noches de 1961 y 1962 escribió, casi en secreto, un guión sobre la inagotable voracidad de una familia por el cine. General Villegas se le fue transfigurando en una ciudad imaginaria, Coronel Vallejos, y él mismo, Juan Manuel, asumió la identidad de Toto, un niño que nunca crece y por el cual pasan, desbordadas, las habladurías del pueblo. Casi por inercia, el guión fue derivando en una novela, La traición de Rita Hayworth. A fines de marzo de 1965, cuando sintió que ya estaba terminada, se la dio a Juan Goytisolo. Fue él quien alentó la idea de enviar el manuscirto al concurso de Sex Barral.
Seis meses después de aquella entrevista, Puig pudo instalarse por fin en Buenos Aires. Llegó desprendiéndose de su primer nombre, Juan. Todos los sábados, en mi casa de la calle Rodríguez Peña, nos reuníamos para leer los borradores del folletín que estaba escribiendo (y que debía llamarse Eras para mí la vida entera, según he descubierto en una de sus dedicatorias). Después, salíamos a caminar por Santa Fe o por Corrientes, sintiéndonos extraños en una ciudad a la que ninguno de los dos pertenecía. Aunque Manuel era receloso, reservado y más bien distante, apenas advirtió que yo no iba a condenar su homosexualidad sino más bien a protegerlo de otras condenas, me confió su desesperado amor por un obrero que colocaba tuberías de gas.
"Soy una mujer que sufre mucho", me dijo. "Si pudiera, cambiaría todo lo que voy a escribir en la vida por la felicidad de esperar a mi hombre en el zaguán de la casa, con los rulos hechos, bien maquillada y con la comida lista. Mi sueño es un amor puro, pero ya ves, estoy condenada a los amores impuros."
Aunque era evidente que sufría, habló sin el menor asomo de autocompasión, como si el dolor fuera de otro. "Yo tendría que haber nacido mujer, ¿no te parece?", dijo, suspirando. Dejaba caer los suspiros como si los hubiera ensayado delante de un espejo. Eran su afectación pero también un último recurso de su pudor. Reflejaban en su vida lo mismo que las líneas suspensivas expresan en los diálogos de sus novelas: melancolías, signos de interrogación, tiempos perdidos. "Tal vez", repitió, "yo debería nacer de nuevo, en otra parte.."
Un mediodía de noviembre, mientras caminábamos por la avenida Santa Fe hacia la esquina de Salguero, vi que su cuerpo se crispaba sin razón aparente. Manuel era todavía joven, y su belleza provinciana, algo tosca, llamaba la atención. Cultivaba con esmero un parecido remoto con Tyrone Power, copiando los mohines de torero que le había visto al actor en Sangre y arena. Se dejaba caer un mechón de pelo oscuro sobre la frente y caminaba con pasos largos y atléticos.
Cerca de la esquina de Salguero se alzaban dos carpas de lona oscura. Sobre unos flejes, en la vereda, vi achuras y costillares asándose. Manuel me tomó una mano, como si yo pudiera ampararlo. "Ahí está él. Ahí está su cuadrilla", señaló con voz sigilosa. "Es la hora de comer pero él no sale. Se queda siempre en la fosa, trabajando". Temblaba como un adolescente. "Acá nos separamos", me dijo. "A él no le gusta que lo molesten pero yo no me aguanto. Voy a bajar a buscarlo".
Lo vi apartar las lonas de la carpa y desaparecer. No dio señales de vida hasta tres días más tarde. Estaba de un humor sombrío y, cuando cometí la torpeza de preguntarle por su aventura con el obrero de gas, me contestó con sequedad:"Historia pasada".
Escribía con una disciplina de hierro, a veces un par de horas por la mañana y cuatro a cinco por la tarde. Cuando estaba trabajando en los últimos capítulos de su folletín, se quedaba hasta las ocho o nueve de la noche y luego se iba a nadar. Un profesor de natación lo consoló de su fracaso con el último amante, pero cada vez que pasábamos ante una de esas carpas oscuras donde se guarecían las cuadrillas de la electricidad, del gas o de los teléfonos, no podía reprimir la tristeza.
Fue en esas vísperas del fin de su novela -a la que por fin decidió llamar Boquitas pintadas- cuando me presentó a Male, su madre, y empezó a contarme algunas historias de su infancia. El padre, Baldomero Puig, era un fraccionador de vinos; Male trabajaba en una farmacia. La pasión de ella era ir todos los miércoles al cine, a la doble función vermut donde pasaban las películas románticas de Bette Davis, Norma Shearer, Greer Garson, Ann Sothern e Irene Dunne.
Manuel la acompañaba siempre, pero cada vez que los compañeros lo golpeaban en la escuela o se burlaban de él, el padre -para endurecerlo- le prohibía esos placeres por una semana o un mes.
En 1973, cuando publicó The Buenos Aires Affair y le llovían las ofertas para traducirlo, empezó a sentir que la Argentina no le hacía justicia. Había llegado más lejos que cualquier otro escritor de su generación, pero se lo trataba como a uno cualquiera. No quería aceptar que el país siempre había sido así, y que seguiría siéndolo. Cuando recuerdo los encuentros de aquellos años me parece volver a oír su inagotable amargura. Suponía que los críticos argentinos -tanto en los medios de prensa como en la universidad- consideraban su obra como un artificio menor, destinado a no perdurar sino a ser consumido y olvidado por el mercado. "Creen que soy un best-seller pasajero, no un escritor", me dijo. "Lo mismo pasó con Roberto Arlt hace treinta años, y los que le cavaron la tumba son los mismos que ahora lo ensalzan."
Volví a verlo fugazmente en los pasillos del diario La Opinión -cuando la reseña sobre The Buenos Aires Affair tardaba demasiado en salir, lo que a él le parecía otro signo de la mala voluntad hacia su obra- y años después con más frecuencia, en Venezuela y en Nueva York. Fuera de Buenos Aires volvió a ser el de antes. Una noche, en un hotel de Cumaná -lo habían invitado a dictar un taller literario de dos meses en la Universidad de Oriente-, le referí con exagerada simplicidad las ideas sobre la creación del mundo que el cabalista Yitshac Luria había imaginado en Safed -una aldea mística de Galilea- entre 1566 y 1572, cuando tenía poco más de treinta años. Luria se había preguntado cómo era posible que Dios pudiera existir en todas partes. Si Dios era Todo en todo, ¿cómo se explicaba la presencia de seres y objetos que no eran Dios? La respuesta de Luria era que Dios, hospitalario, se había contraído a sí mismo para abrirle un sitio al mundo. Luria pensaba -le dije- que el En-sof, el Ser Infinito, se había replegado hacia lo más recóndito de sí para que la creación fuera posible. Se había retraído en un movimiento semejante al del aspirar el aire y al final de los tiempos volvería a exhalarlo, recuperaría su ser original.
Nunca sentí a Manuel tan hipnotizado por una idea como esa noche. Me pidió que le diera más detalles. Yo los había olvidado. Lo único que mi memoria lograba recuperar era la palabra hebrea tsimtsum, que en el lenguaje de la Cábala significa "retirada", o más bien, "retraimiento". Contra la más remota ortodoxia, le dije, el tsimtsum de Luria no era el punto infinitamente sagrado donde Dios se había concentrado sino el lugar del que se había ido. El tsimtsum éramos nosotros.
"¿Cómo se puede ver la creación de esa manera?", me dijo. "Es maravilloso. Ahora entiendo el sentido de las cosas.El fin del mundo va a ser, entonces, la fusión de todos en el Todo. Todos seremos Dios".
Fue la única vez que le oí una inquietud metafísica. Creía que había otras inteligencias en las galaxias remotas, y a veces creía (o quería creer) en la reencarnación, pero las teologías y el más allá lo dejaban indiferente. Resplandecía, en cambio, cuando contaba sus victorias de amor. Conocí a dos o tres de sus pasiones en el Village de Nueva York -donde volvió a vivir en 1976- y a un ex albañil que lo acompañaba en el hotel Hilton de Caracas. Todos eran, como él decía con falsa modestia de conquistador, "casados y muy varoniles".
Aunque yo siempre lo llamé Manuel, él se llamaba a sí mismo Rita o Julie -por Julie Christie-, y hablaba de los demás en femenino, dándoles nombres de actrices: Carlos Fuentes era Ava Gardner, Mario Vargas Llosa era Elizabeth Taylor, a mí me tocaba ser Faye Dunaway o Jane Russell, actrices que no le gustaban.
A sus amores ocasionales los llamaba sin embargo como a los maridos de Rita Hayworth: Orson (por Welles), Alí (por Alí Khan), Dick (por el cantante Dick Haymes) o Jim (por el productor James Hill, que fue el último). Una noche de diciembre, en el vestíbulo del Caracas Hilton, vimos a una mujer muy hermosa que pocos años antes había sido Miss Universo. La belleza trabajada y un tanto boba de la mujer me dejaba frío, pero Manuel quedó seducido. "¡No sabés cuánto daría por ser ella!", me dijo. Sentí una invencible curiosidad y me atreví a preguntarle: "¿Alguna vez hiciste el amor con una mujer, Manuel?¿Alguna vez lo harías?" Me miró y, con toda seriedad, me dijo: "Cuando era chico soñaba con eso. Ahora pienso que, si lo hiciera, sería sólo una vez, por curiosidad, para saber cómo es. Dos veces me parecerían una perversión".
Sus frases me volvieron a la memoria el aciago 23 de julio de 1990, cuando leí en The New York Times la necrología de Puig, que había muerto la madrugada anterior en Cuernavaca. Definía su obra como una muestra de "realismo experimental, oscuro y elusivo como el de William Faulkner". Creo que esa definición le hubiera gustado.
El segundo párrafo de la necrología me llamó la atención. Afirmaba que "su hijo (sic), Javier Labrada, dijo que el escritor había muerto de un ataque al corazón después de una operación de vesícula". Las últimas líneas le adjudicaban a Puig un segundo hijo, Agustín García Gil, que -como Labrada- vivía en Cuernavaca. Esas referencias me sorprendieron. ¿Era posible que Manuel hubiera tomado a dos niños en adopción? Llamé por teléfono al autor del artículo, John McQuiston, y le pregunté si sabía algo más sobre el tema. "Nada", me dijo. "La noticia vino en un cable de agencia. Cuando traté de confirmar la información en la empresa fúnebre, me hablaron de dos hijas, Rebecca y Yasmin, pero me pareció que era una broma, una traición final de Rita Hayworth."
Rebecca y Yasmin se llaman las hijas que Rita tuvo con Orson Welles y Ali Khan.
Años después fui a México para reconstruir los últimos días de Manuel. Supe que Labrada dirigía la filmoteca del Canal 13 y que García Gil era una figura notoria del teatro mexicano. Ambos se referían a Puig como "mi mami" y él, a su vez, hablaba de los jóvenes que revoloteaban por su casa como de "mis hijas". También oí el rumor de que el SIDA había causado su muerte, pero los amigos más serios negaban que fuera cierto. Conocí mi versión de la historia a través de Male, de Tununa Mercado y de los raros escritoresmexicanos a los que Manuel había frecuentado.
Me dijeron que la muerte rondó a Manuel durante varios meses sin poder alcanzarlo. El miércoles 18 de julio de 1990, cuando por fin se le clavó en el vientre, estaba sentado en su estudio de Cuernavaca, escribiendo la segunda escena de Madrid 37, el guión que la directora española Marina Cañonero le había pedido "para ayer si puedes, Manolito, que tengo la producción armada y sólo faltas tú para que comencemos". Eran las diez de la mañana.
Había pasado una noche horrible y no le ocurría nada. Era extraño sentir cómo de pronto la imaginación le rodaba por los suelos sin que pudiera retenerla. Todo lo abandonaba: el entusiasmo de la juventud, las voces que siempre acudían a él en el silencio de las mañanas y que se desplegaban solas por el papel. "Estoy empezando a dudar de mí, mamá", le dijo a Male. "Ya no recuerdo cuál fue la última vez que sentí fuerzas para crear y amar, ni siquiera recuerdo la mala sangre de los últimos meses en Buenos Aires".
Eso era lo terrible de aquella enfermedad desconocida: que le quitaba todo, hasta el pasado.
A las diez y dos minutos dela mañana escribió: El general más bien bajo con el birrete puesto de costado (se le nota que es calvo) estudia la situación ante la mesa de arena. Banderitas azules para sus tropas y rojas para los enemigos... Cuando llegó a esos puntos suspensivos le regresó el dolor, con más intensidad que durante la noche. Palideció y dejó caer la cabeza sobre la máquina. Al rato, Male volvió de la pileta -o la alberca, como la llamaban en México- y lo encontró así, apretándose el vientre con las manos, hundidas las ojeras, apagado como una raya en el horizonte. "¿Te ha pasado algo, Coco? ¿Querés un té? Descansá un poco, hijo. Andá al espejo y mirá lo demacrado que te has puesto. El me miró con unos ojos tan desamparados que sentí frío en el alma, ¿sabés?, me di cuenta en el fondo del corazón de que algo malo estaba pasando. Con un hilo de voz me pidió que lo llevase al médico. A ver, le dije, ¿qué te duele? Aquí al costado, me contestó: es como si me cayeran gotas de plomo derretido."
Esa tarde, a las tres, lo llevaron al quirófano. Salió a las siete y media: se le habían afilado los rasgos,la piel estaba tensa en los pómulos y la frente, como si las ráfagas de la muerte lo hubiesen marcado ya y no le permitieran despertarse.
Tardó más de dos días en salir del coma, pero el Manuel que balbuceó unas pocas palabras al oído de Male no se parecía al de antes. Eran sílabas más bien, torpezas sin sentido. Nadie supo jamás qué había ocurrido. Los médicos de Cuernavaca no dieron explicaciones. Insinuaron que algo pasaba con el corazón; que al extirparle la vesícula hubo un momento en que Manuel se les iba.
Manuel murió el domingo 22 al amanecer. Se fue apagando en silencio, sin molestar a nadie. No lo vieron marcharse las enfermeras ni el médico. El timbre junto a la cama estuvo mudo toda la noche y hasta la fiebre de los días últimos se le había evaporado. Acababa de cumplir 58 años.

Por Tomás Eloy Martínez Para La Nación - Buenos Aires, 1997



jueves, 9 de julio de 2009

Manuel Puig y la magia del relato


Manuel Puig y la magia del relato
por Ricardo Piglia

Una rosa es una rosa. La apoteosis de Manuel Puig es el film de Woody Allen La rosa púrpura del Cairo que es, por supuesto, un homenaje explícito al mundo del narrador argentino. Esa muchacha sencilla y mal casada, especie de Madame Bovary fascinada por el cine, es una heroína típica de Puig. Y la historia parece sacada de sus novelas (si bien Puig es mucho más sutil y alusivo). El cine plagia el mundo de quien supo encontrar en el cine el modelo mismo de su imaginario.

La educación sentimental. El gran tema de Puig es el bovarismo. El modo en que la cultura de masas educa los sentimientos. El cine, el folletín, el radioteatro, la novela rosa, el psicoanálisis: esa trama de emociones extremas, de identidades ambiguas, de enigmas y secretos dramáticos, de relaciones de parentesco exasperadas sirve de molde a la experiencia y define los objetos de deseo. Puig ha sabido aprovechar las formas narrativas implícitas en ese saber estereotipado y difuso.

Modos de narrar. Puig ha sabido encontrar técnicas narrativas en zonas tradicionalmente ajenas a la literatura: las revistas de modas, la confesión religiosa, las necrológicas se convierten en modos de narrar que permiten renovar Las formas de la novela. Al mismo tiempo manejó siempre los procedimientos más intensos del relato (el suspenso, el escamoteo de las identidades, las revelaciones sorpresivas, las omisiones y las implicancias oblicuas, el desenlace sorpresivo y brutal) e hizo ver que el interés narrativo no es contradictorio con las técnicas experimentales. El collage, la mezcla, la combinación de voces y de registros que rompen con los estereotipos de la novela tradicional se convierten también en un elemento clave del suspenso narrativo.

Después de la vanguardia. Puig fue más allá de la vanguardia; demostró que la renovación técnica y la experimentación no son contradictorias con las formas populares. Comprendió de entrada qué era lo importante en Joyce. "Yo lo que tomé conscientemente de Joyce es esto: hojeé un poco Ulises y vi que era un libro compuesto con técnicas diferentes. Basta. Eso me gustó." Por supuesto, ésa es toda la lección de Joyce, multiplicidad de técnicas y de voces, ruptura del orden lineal, atomización del narrador. Un escritor no tiene estilo personal. Escribe en todos los estilos, trabaja todos los registros y los tonos de la lengua.

Los siete libros. Todo Puig está en su primera novela. La traición de Rita Hayworth es su obra máxima y una de las grandes novelas de la literatura argentina. En ese libro Puig encuentra, a la vez, un mundo narrativo y una técnica. Define lo que podemos llamar "el efecto Puig": esa marca que lo hace inimitable (pero fácil de plagiar) y lo distingue en la literatura contemporánea. Con Boquitas pintadas logra un espectacular éxito de público, conquista el mercado internacional y se convierte, de hecho, en el primer novelista profesional de la literatura argentina.

Policíasy criticos. Los efectos contradictorios de ese éxito están narrados en The Buenos Aires affaire , que es una versión cifrada de las luchas y la competencia que definen el ambiente literario. La novela debe ser leída en la rica tradición de relatos sobre artistas y escritores que existen en nuestra literatura (desde El mal metafisico o Adán Buenosayres a "El aleph", "El perseguidor", "Escritor fracasado" o Aventuras de un novelista atonal). Puig convierte en novela policial la historia de un artista perseguido por un crítico asesino. La pintora que trabaja con restos y desechos que recoge en la basura es una transposición transparente del arte narrativo de Puig, construido con formas y materiales "degradados" y populares. Esa versión paranoica y sagaz del mundo literario argentino (con sus alusiones a "Primera plana" y a la lucha por el prestigio y el reconocimiento) es al mismo tiempo una venganza y una despedida: ese mismo año Puig abandona la Argentina.

La verdad y la ficción. En sus cuatro novelas siguientes la voluntad documental e hiperrealista de Puig se resuelve con una innovación técnica que lo coloca en la mejor dirección experimental de la narrativa contemporánea. Puig comienza a usar el grabador y la transcripción de una voz y de una historia verdadera a la que somete a un complejo proceso de ficcionalización. Valentín Arregui en El beso de la mujer araña ; Pozzi en Pubis angelical ; Larry en Maldición eterna a quien lea estas páginas . Son personajes y vidas reales a las que Puig contrapone una voz ficcional que dialoga y las enfrenta: Molina, el preso homosexual en El beso; Ana, la muchacha que se muere de cáncer en Pubis; el viejo enfermo y paralítico en Maldición. Ese contraste (exasperado hasta el límite en la magnífica Maldición eterna, la mejor novela de Puig desde La traición) crea un extraño desplazamiento: Puig ficcionaliza lo testimonial y borra sus huellas.

Un crimen. El crimen que se narra en Boquitas pintadas condensa bien el mundo narrativo de Puig. En esa muerte y en el desplazamiento de las culpas se tejen, más nítidamente que en toda la novela, las relaciones jerárquicas que sustentan la intriga y los elementos melodramáticos que acompañan un mundo de rígidas diferencias sociales. La malvada de buena familia, la sirvienta engañada, el cabecita negra, la niña bien, la madre soltera, el policía ambicioso: las figuras del folletín están en primer plano, aunque el crimen no ocupe el centro de la novela. Se ve por otro lado allí un aspecto de Boquitas que a menudo ha estado disimulado por la lectura "paródica" del texto: las relaciones de violencia y engaño que definen la trama social y que Puig ha ido poniendo cada vez más en la superficie de su mundo narrativo.

extraído del libro "LA Argentina en pedazos" de Ricardo Piglia
© 1993 Ediciones La Urraca


martes, 7 de julio de 2009

Cartas inéditas a su madre

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Cartas inéditas a su madre

Manuel Puig

En 1964, Manuel Puig vivía en New York y trabajaba en el aeropuerto, en las oficinas de Air France, mientras avanzaba en la escritura de su primera novela. Hacia el mes de agosto había invitado a su madre, María Elena Delledonne, para un viaje a Europa al que iría acompañada de su hermana Carmen, aquella tía cuya voz había inspirado las primeras páginas de La traición de Rita Hayworth. En estas cartas, los últimos preparativos del viaje, y un relato del encuentro entre madre e hijo (que firma sus cartas como Coco).

Nueva York, viernes 14 de agosto de 1964

Querida mamá:

Furioso acabo de recibir carta reconfirmando el vuelo del sábado. ¿Por qué razón quieren el sábado? Las reservaciones se cambian con una simple llamada telefónica. El vuelo que les digo yo, saliendo jueves, tarda lo mismo que el vuelo del sábado.

Mamá: no seas tan abatatada y hablá por teléfono a Pan American. NO ME HAGAN ESO, me muero si pierdo un día. De verdad mamá me va a dar mucha rabia que te dejes llevar por Carmen y su reservación. Una reservación no es nada, se cambia, te lo requetedije. Agarrá el teléfono y llama a Pan American, no te van a morder. El chal te va a servir, creo. POR LO MENOS DAME UNA RAZON VALEDERA QUE LAS OBLIGA A VIAJAR EL SABADO.

Besos,

Coco.

Nueva York, lunes 17 de agosto

Querida mamá:

Acabo de recibir carta resplandeciente con todo arreglado. ¡Qué regio! Perdonen por la insistencia para que vinieran sábado y no domingo, no me resignaba a perder ese día. Ojo a no strapassarse (1) los últimos días, nada de llegar straccas mortas (2). Ya el gran calor está aflojando. Está muy agradable. ¿Qué veremos en la Opera de París? Me imagino papá y el Chino con la ansiedad que esperan el regreso, con todas las novedades. La verdad es que la alegría me consume, tendré que tomar algún calmante.

Bueno, Bette (3), hacete sacar el bigote por la Mary.

Mil besos,

Coco.

(1) strapassare (dialecto parmesano): hacer un esfuerzo exagerado.

(2) estrac mort (dialecto parmesano): muerto de cansancio. (Puig solía incluir expresiones en dialecto parmesano en sus cartas familiares).

(3) Bette, por Bette Davis. Entre los apodos a su madre, Puig oscilaba entre Buschiazzo, por María Esther Buschiazzo, actriz argentina que actuó de madre en La casa grande, con Luis Sandrini.

Nueva York, domingo 13 de septiembre

Queridos papá y Chino:

Recién encuentro un minuto para escribirles. Por suerte no tengo más que buenas noticias, no se imaginan lo bien que se va desarrollando el viaje, están aprovechando muchísimo el tiempo. Aquí en Nueva York no pasaron quietas un minuto. Mamá está increíble, entendía todo lo escrito en inglés y se desbrataba (1) perfectamente.

Dejó con la boca abierta a todos mis amigos, sabía todo de todo, de antemano, los monumentos, las obras de arte, así que todo lo que se le va presentando lo aprecia doblemente. El domingo pasado a las 20 salimos para París. Llegamos con media hora de diferencia, yo antes. Fuimos a un hotel regio situado en un punto de lo más estratégico y los tres días que estuve yo le sacamos el jugo al tiempo de una manera increíble. Desde el primer día se nos unió mi amigo cubano Néstor Almendros que se quedó sonso con mamá, por su juventud de espíritu, además la encontró magníficamente conservada.

Yo desde que las dejé el jueves vivo pensando minuto a minuto en lo que están haciendo, tengo unas ganas terribles de saber cómo les está yendo en Roma, mis amigos las esperaban ansiosos. Mañana lunes espero tener carta, no doy más de la impaciencia. Aquí el departamento está de una tristeza insoportable, lo tomé y lo amueblé con mucho entusiasmo pero ahora me estoy dando cuenta de que era sólo por el afán de recibir bien a mamá, ahora me queda grande tanta casa.

Escríbanme pronto y estén contentos que no creo que nadie nunca haya gozado y aprovechado tanto de un viaje como la Buschiazzo.

Muchos besos,

Coco.

(1) desbratarse (dialecto parmesano): resolver una situación. En este caso, desenvolverse en el idioma.

Manuel Puig nació en General Villegas, provincia de Buenos Aires, en 1932, y murió en Cuernavaca, México en 1990. Viajero incansable, dramaturgo, guionista y cinéfilo, su primera novela La traición de Rita Hayworth, fue proclamada como la mejor novela 1968-1969 por el periódico francés Le Monde. Después de repetidas amenazas telefónicas, Puig abandonó la Argentina en 1973 para establecerse en México, donde terminó El beso de la mujer araña, su más famoso libro, luego estrenado en Broadway como comedia musical, dirigida por Harold Pinetr. Es también autor de Boquitas pintadas, The Buenos Aires Affair y Cae la noche tropical. Las presente cartas son inéditas y forman parte de un libro de próxima aparición

Homenaje a la madre – Diario Clarín – 21 de octubre de 2001.




lunes, 6 de julio de 2009

Por que Manuel Puig


Por que Manuel Puig
Un concepto reaccionario

Por María Esther Gillio

Cada vez que pasaba por Río de Janeiro, por tres años, llamaba a Manuel Puig para hacerle una entrevista. La respuesta era siempre la misma: “No me siento bien, estoy muy resfriado”. O “Estoy con angina y fiebre”. Hasta que encontré el argumento definitivo: “Yo me quedo hasta que se le pase”. “Mire que a veces me dura 10 o 15 días.” “No importa, yo espero.” Tres días más tarde estaba subiendo las escaleras de su departamento en Leblon, a dos cuadras de la playa, en una calle ciega sombreada de viejas mangueiras.
–Si le toca un periodista testarudo su argumento puede resultar peligroso –le dije.
–¿Y si yo no me hubiera mejorado en un año? –dijo con aire paciente.
–Le estoy mirando la cara y sé que no habría podido vivir de la culpa. Fíjese que apenas aguantó tres días.
Después de hacer la nota, le pedí dejar el grabador en su casa hasta el día siguiente por temor a que me lo arrancaran de las manos, como suele ocurrir sobre todo de noche en las calles de Río. Al día siguiente pasé a buscarlo. Por la ventana me gritó que no subiera, que él me lo bajaba. Bajó los cuatro pisos corriendo. Su expresión era más alegre que la del día anterior. Vestía short y camisa blanca y no representaba más de 40 años. “Venga, sentémonos un poco”, dijo sentándose en el muro del jardín. “Quiero decirle algo más sobre la sexualidad. Tome nota: la sexualidad, como le dije anoche, es algo intrascendente. Algo opuesto a la afectividad que sí es trascendente. Lo que ocurre es que se confunden esos dos planos cuando no se deberían confundir. Por eso, para mí, el concepto de hombre es un concepto reaccionario”, dijo, y enseguida comenzó a prestar atención a algo que ocurría lejos de nosotros en la esquina.
–¿Qué pasa?
–Nada. Que deben ser las 11 porque allí llega el cartero. Este es uno de los mejores momentos de mi día: las cartas.
–Entonces usted dice que “el concepto de hombre es un concepto reaccionario”.
–Sí –dijo, dirigiéndose al encuentro del cartero.

domingo, 5 de julio de 2009

Yo escribía rememorando películas


MANUEL PUIG, A DIEZ AÑOS DE SU MUERTE

“Yo escribía rememorando películas”

Hace diez años moría el escritor argentino, autor de “El Beso de la Mujer Araña”, “The Buenos Aires Affaire” y “Boquitas Pintadas”. En este diálogo en su departamento en Río de Janeiro, a metros de la playa de Leblon, Puig habla de su sexualidad, de escribir, de la realidad de sus personajes y de cómo el mundo del cine forjó su lenguaje y su imaginación.

Por María Esther Gillio

–¿Qué le parece si empezamos por su infancia, en esa lejana provincia que para muchos es La Pampa?
–No, no. No quiero hablar de mi infancia. Ya hablé mucho.
–Resulta difícil hacer una entrevista a un escritor sin hablar un poco de su infancia.
–Sí, yo entiendo. Pero es que no quiero, no quiero ir para atrás, tan lejos. No quiero.
–Lo único que me puede convencer es que ir para atrás lo ponga triste.
–No sé, no sé si es eso. No sé –dijo con una voz tan melancólica que para mí fue evidente que era eso. Luego supe que ese tono que usa muy a menudo nada tiene que ver con el dolor sino con una especie de cansancio y desinterés en hablar sobre sí mismo.
–Está bien, dejemos su infancia. ¿Cuándo descubrió que quería escribir?
–Después de que tenía empezada la primera novela.
–Eso es muy extraño. ¿Y cómo empezó?
–Yo quería hacer cine. Hacía guiones con temas muy escapistas en general que además, copiaban películas de Hollywood, y que, además, no gustaban a nadie.
–Salvo a usted.
–No, a mí tampoco. Menos que a nadie.
–¿Y por qué los hacía?
–No sé. Mientras los hacía me gustaban. Pero cuando los terminaba me daba cuenta que había algo que no funcionaba.
–¿Eso le ocurría siempre? ¿Por qué insistía?
–Porque yo escribía rememorando películas que me habían dado mucho placer.
–¿Cuáles eran las películas?
–Aquellos grandes dramas de fines de los treinta y principios de los cuarenta. Rebeca, por ejemplo.
–¿Algunas francesas?
–No, esas no llegaban allá.
–La mujer pantera, claro.
–Esa es posterior. Con aquella actriz que tenía cara de gata, Simone Simon. En esa época alguien me aconsejó que hiciera guiones sobre experiencias más personales. Ahí pensé en una historia de mi adolescencia y también de mi infancia, los amores de un primo mío.
–¿Qué edad tenía en ese momento?
–Ya era grande. Estaba por cumplir 30 años y tenía que resolver mi situación económica. Vivía en Roma y estaba cansado de lo que hacía.
–Quiere decir que tomó el oficio de escribir para resolver su economía. Eso es muy curioso. Es común a los escritores que pasen hambre, antes de vivir de lo que hacen.
–Yo tenía un buen manejo del lenguaje porque mi trabajo consistía en hacer traducciones de subtítulos para cine. Confiaba en que podría escribir y vender. Traducir para cine no es fácil. Hay que acortar los diálogos guardando la esencia, adaptar el humor de un país al otro y otras cosas. Toda mi actividad estaba vinculada al cine, pero nada de lo que hacía en cine era lo que yo realmente hubiera querido.
–¿Qué pasó cuando se enfrentó a un material real como los amores de su primo?
–No me ubicaba. Decidí entonces hacer una especie de bosquejo previo de cada personaje a fin de aclarármelos. Ese bosquejo tampoco sabía cómo hacerlo. Lo que sí tenía claro en la memoria era la voz de los personajes. No sabía tampoco si quería hablar de los personajes en tercera persona.
–¿No sabía?
–No. Hablar en tercera persona significaba juzgarlos y esto me resultaba antipático. Lo que sí me pareció posible fue comenzar a registrar la voz de cada uno de ellos.
–Quiere decir el habla, las palabras.
–Sí, sí. Las palabras, y los pensamientos. Para empezar pensé escribir una hojita con las cosas que decía una tía mía, pero esa voz empezó a dictarme y ya no pude parar. Escribí de un tiro 30 páginas.
–¿Y qué cosas decía la voz de esa tía?
–Cosas de entrecasa, banalidades, cosas cotidianas. ¿Qué hacer con esto?, pensé. Extractar algo, tal vez. Sin embargo, no. Lo que resultaba expresivo era la suma de las banalidades. La acumulación. Y eso no era un material cinematográfico. Eso era literatura. Así seguí haciendo hablar a algunos personajes hasta que pasé a otras formas de expresión.
–Siempre evitando la tercera persona.
–Sí, decididamente me chocaba la tercera persona.
–¿Por la razón que me dijo, únicamente?
–También era algo que tenía que ver con la pérdida del idioma español.
–¿La pérdida en qué sentido?
–En el sentido del español castizo. Se me planteaba el problema de cómo pasaría el lenguaje argentino de los personajes al español castizo de la tercera persona.
–¿Usted piensa que debía hacer ese pase, que debía abandonar su lengua?
–No, no sé, creo que en el fondo eran pretextos. Creo que la verdadera razón era una resistencia a juzgar a los personajes colocándome en el lugar de la autoridad.
–Más que un dios creador quería ser un testigo.
–Sí, yo quería saber por qué habían sucedido ciertas cosas en mi infancia.
–Y la manera de saber era relatarlas.
–Sí.
–Es decir que registraba la historia a fin de entenderla. Entonces lo que llega primero es la historia.
–Más que la historia, los personajes. La anécdota se deriva del carácter de los personajes. Si se colocan varios personajes juntos y se los conoce bien, uno sabe qué hará cada uno de ellos.
–¿Cómo trabaja? ¿Con regularidad, con horarios, sólo cuando tiene ganas?
–Con regularidad. Y no puede ser de otro modo. Cuando uno hace novelas tiene que ser así. Yo trabajo todos los días. Y todos los días tengo la misma resistencia a sentarme y seguir.
–Quiere decir que, para usted, escribir es un trabajo.
–Por lo menos me demanda un enorme esfuerzo. Creo que hay allí, en esa resistencia a empezar, cada día, el terror a la página en blanco, el terror de equivocarme. La cuestión es que hay, antes de sentarme, una hora o dos, en que doy vueltas y vueltas y vueltas. Todos los días es lo mismo, desde hace 20 años. Más, hace 21 años que escribo y esto no cambia. Al contrario, cada vez se hace más difícil.
–Habló de “la página en blanco”, “el temor a equivocarme”.
–Se necesita un grado de concentración muy profundo para tocar la zona que uno quiere. Entonces hay que hacer un gran esfuerzo para no escuchar la primera voz que se oye. En general, la primera voz es la de las influencias, la del conformismo. Hay que tratar de llegar a otros sustratos.
–Debe ser muy difícil eso, saber cuándo la voz que se escucha es la verdadera.
–No, no es difícil. Cuando la escucho la reconozco, sé que es ésa. Con todo, hay veces en que caigo en la facilidad. Es tiempo perdido.
–Pero todo no puede ser esfuerzo. Tiene que haber también el momento del placer.
–Cuando logro establecer un contacto con la zona que me interesa, ahí, ahí...
–Está el placer.
–Sí, porque llegué a la verdad, llegué a las esencias. A lo que para mí son la verdad y las esencias. Ese momento es muy remunerativo.
–García Márquez dice que él nunca deja de trabajar hasta que no llega el momento en que sabe perfectamente cómo va a seguir. Allí deja. Ese sistema me parece que le haría ganar tiempo.
–Yo tengo bastante poca resistencia. Me canso muy rápido. Si estoy cansado tengo que dejar esté donde esté. A la mañana corrijo. A veces corrijo traducciones. A la tarde, entre cuatro y ocho, escribo.
–La traducción al portugués de Sangre de amor correspondido me pareció fantástica.
–Lo que ocurre es que largos párrafos fueron tomados directamente de la cinta que yo grabé.
–Quiere decir que el protagonista está tomado de alguien que conoce de aquí, de Brasil.
–Sí, se trata de un obrero brasileño. Alguien con quien tuve una enorme empatía a pesar de ser tan diferente.
–Cuénteme.
–Se trata de un albañil. Lo primero que me llamó la atención de él fue su forma de hablar. Despertó muchísimo mi curiosidad. Siempre había en su lenguaje un desvío, un trabajo metafórico.
–Sí, yo recuerdo que en un momento le dice a la mujer a la que había pasado un tiempo sin ver: “Las flores de mi jardín te están precisando”, o algo parecido.
–Sí, eso me llamó la atención y quise registrar su habla, tratar de captar su lenguaje, sin pensar que además había en ese hombre una historia. Y menos aún que esa historia podía transformarse en una novela.
–¿Qué dijo cuando leyó el libro?
–No lo leyó, no sabe leer. Lee sólo algunas palabras separándolas en sílabas.
–¿Cómo imagina su vida sin la literatura? ¿La imagina como algo posible, se ve haciendo otra cosa?
–No soy un lector ni un devorador de libros. Tengo un problema muy serio con la ficción, con la novela.
–Usted está hablando de usted mismo como consumidor de literatura, no como productor.
–Sí, tal vez, debido al hecho de que trabajo en ficción me cuesta muchísimo leer. Llega la noche, estoy cansado, busco una novela y la leo como si estuviera revisando un texto.
–Es decir que novela no lee jamás.
–Se me ha hipertrofiado el gusto por la ficción. No sé cómo explicarle, pero mi conducta es siempre crítica. No puedo acercarme a un texto con actitud inocente. Siempre me implico.
–Una lectura así es un martirio.
–Me agota. A las tres o cuatro páginas caigo muerto de cansado. En cambio puedo leer biografías. Yo tomo una biografía y de pronto me doy cuenta que son las tres de la mañana y me cuesta parar.
–Esto le ha cerrado toda un área de placer.
–Sí, yo recuerdo con nostalgia la época en que leía novelas y me gustaba.
–¿Lo angustia que sus libros no sean bien recibidos?
–Me angustia cuando siento que en la crítica hay mala intención.
–Siempre se habla de ser uno mismo. Esta parece ser una búsqueda constante de los seres humanos. Pienso que esta búsqueda debe ser másintensa o desesperada en el caso de un escritor. Porque cuanto más adentro de sí mismo llegue más rico será lo que haga. Usted hablaba hace un rato de “llegar al centro”.
–Sí, a aquello que no está contaminado por las influencias y las ideas fáciles.
–¿Cómo sería el proceso por el que llega a lo más auténtico de usted mismo? Hay algo que dice Céline: “Tal vez la razón de vivir sea sufrir lo más intensamente posible para llegar a ser uno mismo antes de morir”.
–Sí. Creo que sí, porque el sufrimiento nos acerca a la muerte. Para apartarnos de ese abismo buscamos lo que hace posible la vida. Nos defendemos de la muerte recurriendo a las fuentes del deseo de vivir. En cuanto a su pregunta sobre el proceso por el que se llega a uno mismo... veamos. Cuando yo empiezo a trabajar en una novela es porque he encontrado un personaje con el que siento una afinidad especial.
–Sería a través de ese personaje que usted intenta el análisis.
–Es a través de ese personaje que yo planto cosas que no podría plantearme en mí mismo directamente. A través de él me planteo problemas míos no resueltos.
–Deme un ejemplo.
–Pensemos en un caso extremo, el del albañil de Sangre de amor correspondido. Aparentemente nadie más alejado de mi realidad. Se trata de un muchacho mucho más joven, con una salud rebosante, muy físico, sin la menor educación, muy imbuido de machismo, de otra clase social y de otra raza.
–¿Qué raza?
–El tiene mucha sangre india. Yo soy europeo por todos lados. Parecería que no habría nada que pudiera acercarme a él. Sin embargo yo sentí esa necesidad que él tenía de transformar las cosas, de envolverlas en poesía.
–Eso lo acercó.
–Me acercó y me provocó una inmensa curiosidad. Deseos de conocerlo a fondo haciéndolo hablar.
–Lo atraía esa gran semejanza en medio de tantas diferencias. Vamos a suponer que conoce a un ser muy perverso. ¿También sentiría curiosidad?
–No, porque yo no he desarrollado mi perversidad para nada.
–Es decir que realmente no se interesa por los que son, en esencia, totalmente diferentes a usted.
–No, no me interesa porque alrededor de un ser así no puedo construir nada. ¿Sabe por qué? Porque no consigo entenderlo. Un torturador, por ejemplo, nunca podría ser un personaje mío, porque lo rechazo de tal manera que no consigo penetrar ni sus razones ni sus sinrazones.
–Yo recuerdo un diálogo de El beso de la mujer araña, una discusión entre los dos personajes (me refiero al teatro, no a la novela). Yo sentí allí, muy claramente, que usted era cada uno de ellos, y no porque fueran muy parecidos ya que eran muy diferentes.
–Yo puedo ser los dos personajes, ambos son posibilidades mías.
–¿Cuál es, según usted la razón que mueve al revolucionario a acostarse con el homosexual en esta pieza? Es evidente para mí que la obra de teatro resulta más impactante que la novela. ¿Piensa que es el deseo?
–No, en su comienzo no. Lo que lo mueve, para mí, es la necesidad de dar algo, a cambio o en pago, de lo mucho recibido. Se siente muy pobre, no tiene otra forma de responder a toda la bondad del otro. El factor inicial es la piedad. Luego, claro, juegan otros factores. Pero es la piedad la que hace superar los prejuicios.
–Me gustaría que recordara las experiencias que marcaron en su vida un cambio, un viraje.
–Un momento muy importante lo marcó la entrada como interno a un colegio de Buenos Aires, a los 12 años. Allí conocí a un chico de 13 años, del primero del Nacional, que ya leía y vivía en un mundo de fantasías literarias, así como yo vivía en un mundo de fantasías cinematográficas. El me reveló La sinfonía pastoral, que fue un hito en mi vida. Antes y después de La sinfonía pastoral. Yo hasta ese momento había creído que tenía que esperar mucho más para empezar a leer, me parecía una cosa de grandes, casi de viejos, leer. Con este chico se me abrieron las puertas de un mundo totalmente nuevo. Justamente en un momento en que el cine me empezaba a decepcionar. Era el año ‘46, ‘47, plena crisis de Hollywood, comienzos del neorrealismo italiano y del cine francés, más intelectual, mientras Hollywood intentaba repetir fórmulas, pero sin acertar. Lo que habían hecho en los años 30 y en los años 40 ya no tenía cabida. Todo eso me perturbaba, era un mundo que se venía abajo.
–La literatura era un buen sustituto.
–Sí... este chico, que me metió en ese mundo, se reía de las películas de Hollywood, las encontraba tontas. Y yo, en algunos casos, quería defenderlas, pero no tenía instrumentos para hacerlo. Luego, más tarde, en Roma, un amigo al que aún veo, me llamó la atención sobre la falta de realismo de las cosas que yo escribía.
–El quería que usted hiciera realismo partiendo de la realidad.
–No, él entendía que yo procuraba hacer una cosa de otro orden, algo vinculado con lo poético. Pero para eso yo debía partir de mis propias experiencias, no de experiencias prestadas.
–Y usted lo escuchó.
–Sí, lo escuché. Encontré razón en lo que decía. Y es allí que empezó, también, una nueva etapa.
–Fíjese que las etapas en su vida están más vinculadas al trabajo que al amor.
–¿Sí? No lo había pensado.
–Usted tuvo mucho éxito ya con su primer libro: La traición de Rita Hayworth. ¿No habrá allí otra etapa? Debe haber sido importante para usted el sentimiento de que podía vivir de escribir, ¿o ese sentimiento lo tuvo recién más tarde, con Boquitas pintadas?
–Boquitas pintadas fue el libro que me hizo conocido. Pero esa primera etapa no es tan satisfactoria. Hay cierta amargura. Cuando entré al mundo de la literatura yo venía del mundo del cine, tan difícil. Donde expresarse implicaba la movilización de medios fenomenales. El cine era de pesadilla en oposición a la libertad que me daba la literatura. Durante los años de escritura del primer libro yo me sentía en un terreno muy especial.
–¿Que luego perdió?
–Sí, que luego perdí. Yo sentía que eso que yo escribía iba dirigido a un lector especial. Que mi palabra llegaría directamente, sin transferencias, a la gente. Pero luego, al intentar publicar, y al publicar, descubrí todo ese mundo de interferencias que existe en la literatura.
–No sé a qué se refiere, ¿tal vez a la crítica?
–Sí, a la crítica, a la prensa mal intencionada, al lector mal predispuesto.
–Es decir que con esa primera publicación usted se sintió como arrojado a un mundo enemigo.
–No sé si tanto, pero a la primera sensación de haber encontrado un medio noble de expresión que me permitía corregir, revisar y que, a diferencia del cine no tenía cortes ni censura, se sobrepuso la realidad. Yo no podía como lo había creído, comunicarme directamente con mi lector.
–¿Cómo ve ahora sus primeros libros?
–Me parecen escritos por otro. Hay cosas que no entiendo de dónde pueden haberme salido.
–Para algo está el inconsciente. Tal vez sólo para sorprendernos.
–Y.... ése es el punto. Cuando digo que siento haber tocado una verdad, es que logré contacto con algo mío muy profundo y en relación con un inconsciente colectivo. Ahí, si consigo deslindar mi inconsciente del plano del inconsciente colectivo, lograré una visión de la realidad que será mía, única.
–¿Por qué piensa que es tanto mayor el número de homosexuales hombres que el de mujeres?
–Por la mayor libertad sexual que tiene el hombre. Aun las sociedades más represivas dan libertad sexual al hombre. El hombre va al prostíbulo y tiene relaciones fuera del matrimonio como algo permitido. La mujer no. Aunque yo creo que la homosexualidad no existe. Existen personas que llevan a cabo actos homosexuales. Pero como considero las actividades sexuales totalmente intrascendentes no admito que la identidad pase por la sexualidad.
–¿Cómo habrá el hombre conseguido esa mayor disponibilidad de sexo en comparación con la mujer?
–Lo que yo supongo es que en el patriarcado se pasó a dar peso a la sexualidad.
–A la sexualidad femenina.
–Sí, a la femenina, claro. Se le dio un peso negativo para que el hombre pudiera tener a su disposición a la santa en la casa y a la puta en la calle. Si la sexualidad no hubiera tenido ese peso, la mujer también se hubiera liberado. Así fue que la sexualidad fue perdiendo el carácter inocente, inicial, con lo cual pasaron a crearse los roles del explotado y del explotador. El orificio pasa a identificarse con el terreno a ser explotado, y el falo con el instrumento de la explotación. Se crean entonces los buenos explotados y los malos explotadores. Y no hay para los seres humanos, o no había, otra posibilidad de elección.
–¿Qué opina sobre los movimiento de liberación de la mujer, de los homosexuales?
–Admiro los movimientos de liberación que han conseguido igualdad en terrenos laborales. Pero esos mismos movimientos han ayudado a crear ese otro gueto: el gueto gay.
–Es decir que el movimiento gay habría errado el objetivo.
–El error está en no ver que la especie humana no es ni heterosexual ni homosexual. La homosexualidad no es incuestionablemente diferenciable de la heterosexualidad. Ambas actitudes no son irreconciliables como el aceite y el vinagre. Creo que son actitudes que tienen más que ver con lo cultural, por ejemplo. Tienen que ver con las presiones que las sociedades represivas vienen ejerciendo desde hace siglos. Si la elección del rol sexual no fuera coercitiva en nuestra sociedad, si la sexualidad gozase de toda la libertad que su carácter de juego presupone, no habrían existido los personajes caricaturescos que hasta hace pocos años, resultaban ser el macho, la hembra y el homosexual o la homosexual, típicos de nuestra sociedad.